COMO NOS METEN EL PERRO
¿Para qué sirven los cultos?

RemeraPor: Cicco. Me gusta el diario La Nación principalmente por dos motivos: 1) en las mudanzas es bárbaro para envolver objetos. Y 2) Es el mejor de todos los periódicos de la Argentina a la hora de encender un asado. Casualmente, mientras avivaba el fuego para preparar un pollo a la parrilla, descubrí en el suplemento ADN/Cultura un título de tapa que llamó mi atención. Y decía así: “¿Qué es ser culto hoy?” En el artículo, se lo voy a sintetizar básicamente porque buena parte ya estaba consumido junto al carbón, diversos intelectuales intercambiaban respuestas a ese interrogante y consideraban que ser cultos hoy es estar bien informados. Sin embargo, toda la cuestión que compete a los cultos, su descripción y sus objetivos siempre me pareció engañosa. En la actualidad, la única función visible de los cultos es ganar la suficiente cantidad de becas que le permitan seguir escribiendo libros cultísimos que nadie leerá.

A lo largo de mi vida he leído muchos libros y visto mucho cine, pero no sólo no he ganado una puta beca, sino que además, haber leído el Quijote, la Odisea, Moby Dick, y el Ulises, no me aportaron el conocimiento necesario para cambiar un clavito de lugar. Esto que podría alentar a un culto a reafirmar su lugar en el mundo y contratar rápidamente a un carpintero –“estoy metido en algo muy importante que podría cambiar el devenir de la humanidad, no tengo tiempo  para martillar un clavito”-, me llevó a concluir que muchos de los llamados cultos no son otra cosa que subvencionados, respetados y prestigiosos idiotas.

Existen muchas fundaciones bienintencionadas que aún depositan su confianza en los cultos con la esperanza de que salven al mundo y, en cambio, no depositan un centavo, en la gente que sabe poner un clavito en una pared. Pero si vieran los resultados…

Si uno se pone a enumerar los méritos y colaboraciones que tuvieron los cultos a lo largo de la humanidad, descubrirá que son más bien escasos, y todos ellos –la democracia, las bases del pensamiento científico-, se las debemos a los griegos de hace miles de años, cuyas mayores celebraciones culturales eran chupar vino patero y organizar orgías con un revoleo de túnicas todos contra todos.

Hoy en día, las empresas, las fábricas y las industrias están alarmadas por esta situación. No hay torneros, carpinteros ni albañiles suficientes para atender la demanda de trabajo. Día a día, desde la gerencia de recursos humanos publican avisos en los medios buscándolos y regresan con las manos vacías. Sin embargo, vaya y ponga un aviso buscando gente culta para un empleo en una editorial y al día siguiente, tendría una larga cola como recital de Chayanne.

Nuestros padres nos han legado un mandato que marcó a toda una generación: “Lo importante no es saber cocinar un huevo frito, lo importante en esta vida es poder ir a un restorán y ordenarlo en latín”.

Los periodistas siempre tienen en su agenda dos o tres cultos a mano para opinar cuando los demás especialistas están con angina de pecho o se les ocurre cobrar por su colaboración. Ellos hablan de todo, están generalmente bien informados y, lo que es determinante, cobran poco y nada por dar su opinión o escribir su columnita cultediosa. Lo único que piden a cambio –no lo hacen expresamente, pero llegado el momento lo dan a conocer- es que cuando sale su nuevo libro, el medio le dedique unas líneas elogiosas.

Una vez, años atrás, llamé a un culto para que analice la proliferación de las web cams, esas camaritas que filman los usuarios y suben a Internet –jamás voy a comprometer la carrera del eminente psicólogo Germán García y revelar su nombre-. El culto en cuestión explicó: “No las conozco, che, pero si me decís más o menos cómo son, te puedo armar algo”. Hilvané dos definiciones a la carrera sobre las web cams, y luego el culto –precisamente el mismo que encabeza los testimonios en el artículo de ADN- trazó una opinión certera y profunda sobre el avance de la tecnología contra la vida privada, en el mismo lapso de tiempo en que cualquier mortal demora en amasar un moco.

En otra ocasión, telefoneé a otro culto, no recuerdo por qué tema. “Estoy calentando el agua de los fideos”, me explicó –jamás ni sobre la tumba de mi santa abuela, me atrevería a revelar que se trata del sociólogo Horacio González-. “Pero decime de qué trata el tema a ver si se me ocurre algo”. Y, por supuesto, antes de que le subieran los fetucchinis, yo tenía una opinión redondita de 20 líneas.

En mi agenda telefónica, junto al nombre de cultos de mayor y menor prestigio, apunté qué puede uno esperar de ellos. Aquí les reproduzco algunas de las anotaciones.

José Abadi (psicólogo): Opina cuando está de buen humor. Ha llegado a transmitir telefónicamente una columna sobre la bulimia a altas horas de la noche en una fiesta de los Premios Clarín.

Tomás Abraham (filósofo): Un cabrón. Opina cuando se le canta el culo.

Vicente Batista (escritor): Dócil, risueño y bien dispuesto. Tiene los códigos del oficio. Opina de lo que sea. Y, sobre todo, no pide dinero.

Alejandro Dolina (escritor y conductor): Culto y delicado. Si se lo trata cuidadosamente y él siente que el medio es afín, analiza con soltura desde la importancia de la guerra de Troya hasta las lolas de Silvina Luna.

José Pablo Feinmann (filósofo): Tiene contestador para filtrar las llamadas. Sólo contesta cuando quiere y si le proponen una entrevista, en lugar de una opinión insertada en un artículo.

Rosendo Fraga (analista político): Rápido y gratuito. Opina de temas nacionales y mundiales. Un profesional de la opinión: entrega en tiempo y forma.

Pacho O’Donnell (escritor y psicoanalista): Columnista comodín. No le hace asco a ningún tema. Es cordial y de pluma pomposa. No cobra. Pero se puede poner insistente si quiere difundir su nuevo libro.

Beatriz Sarlo (académica): No opina en notas colectivas. Y, si es para una columna, cobra. Así que tiene una tachadura en mi agenda.

¿Por qué nunca uno ve un duelo de cultos en la tele? ¿Por qué no se organiza un debate donde los cultos se tiren con todo como en un programa de chimentos? Es que tienen miedo de que los descubran. Que delaten el curro de la cultura que vive de la cultura. El afano de las momias que apuntan su mira a premios, cátedras y becas con la frialdad de un francotirador.

Por eso, si ve a un culto en la tele, naturalmente solo y conduciendo un programa, cambie de canal. Y si cruza a un culto en la calle, no le de un peso para el bondi. No los necesitamos. En cambio, si ve a un tornero, ayúdelo, rece por él y si tiene suerte, le confiará la sabiduría secreta, ancestral y milenaria detrás de las vueltas de un tornillo.

(Columna escrita el 13/12 minutos después de que el autor de esta nota fracasó en su 10° intento por cambiar de lugar una cortinita de mimbre)

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