Por Sebastián Di Domenica. A través de la imaginación me voy a trasladar al fondo del oceáno para hablar de los pulpos. Hace algunas semanas vi un excelente documental sobre la inteligencia de esos animales del mar, que señalaba que nuevos estudios han demostrado que los pulpos cuentan con una gran cantidad de habilidades desconocidas y una llamativa capacidad de comprensión. Pruebas que se mostraban en el programa demostraban cómo estos seres lograban aprender complicadas acciones a partir de la simple observación, además de ser capaces de utilizar de manera voluntaria su gran capacidad de mimetismo con el entorno para protegerse de depredadores. Ante las afirmaciones del documental, el relator se preguntaba sobre las posibles razones que fueron determinantes para que el pulpo no logre avanzar y dominar en el reino animal. ¿Acaso hubiese sido posible un mundo bajo el agua dominado por octópodos inteligentes y parlantes?

La respuesta es no y la razón es que los pulpos tienen un gran problema: son solitarios. La mamá pulpa pone cientos de huevos pero entrega su vida a la protección de ese período de gestación. En el momento del nacimiento de los pequeños pulpitos, la madre muere exhausta y cada uno sigue su camino instintivo sin sociabilizar de ninguna manera con sus hermanos. Solos en las profundidades del mar deben aprender sin memoria social a conseguir el alimento y a protegerse de los peligros. Esa soledad es determinante para que gran parte de esa inteligencia sea desperdiciada o para que finalmente aterrice en las mandíbulas de un tiburón o en el plato de algún comensal humano en una mesa de cualquier país.

En contraposición, el ser humano se ha caracterizado por ser muy inteligente pero también muy sociable. La capacidad de actuar de manera grupal llevó a los hombres a convertirse en amos y señores de este planeta tierra. La educación y el intercambio de información han sido determinantes para que la inteligencia de algunos se expanda hacia la mayoría y genere grupos cada vez más capacitados y potentes.

Primero fue la transmisión oral de adultos a niños, luego fue la escritura y más tarde los libros y los medios de comunicación gráficos y electrónicos. En las últimas décadas, la generalización de internet más los dispositivos móviles han perfeccionado esa capacidad de las personas de comunicar y transmitir conocimientos a sus pares y sucesores. Muy diferentes a los pulpos, somos por naturaleza grupales. Y si eso funcionó para evolucionar durante miles de años, la tecnología lo ha perfeccionado de manera inimaginable. Estamos todos conectados, informados y compartimos la sabiduría y la información como nunca antes.

En contraposición a su inmensa capacidad de transmisión y colaboración, el ser humano en el último siglo también ha sido como nunca antes un gran depredador de su especie y de su hábitat. Millones de personas han muerto durante el siglo XX como consecuencias de las guerras y el hambre, y la progresiva destrucción del medio ambiente planteará muchos conflictos a las generaciones por venir. La conclusión es sombría: nuestra especie se desarrolla, avanza, crece pero también destruye y aniquila.

Para finalizar hay que decir y destacar que el pulpo es superior en un aspecto: de manera voluntaria y a partir de órdenes de su cerebro puede cambiar el color de su piel y parecerse al entorno de manera impresionante. Si el ser humano mantiene su acción depredadora ante su propia naturaleza, en algunos miles de años y gracias a esas impactantes habilidades, quizá la evolución guarde un lugar de importancia para los señores pulpos. Los creyentes podrán decir que el hombre siempre contará con el llamado toque de Dios, pero debemos ser sinceros; si seguimos en esta carrera de destrucción y aniquilamiento, como dice un viejo dicho: no nos salva ni Dios.