ALGUNOS RECUERDOS DE INFANCIA EN EL CINE DE CAPILLA DEL MONTE |
Monstruos, invasores y la Señora Robinson |
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Me parece muy interesante resolver esa cuestión por el siguiente motivo: desde aquellos años, el interior del país perdió muchísimas salas, mucho más que la ciudad de Buenos Aires. Todo pueblo que se preciaba tenía su sala. Pero lo que no puedo afirmar es que en esas salas se veía tanto cine comercial como el cine con pretensiones intelectuales, como el que estábamos recordando por la muerte de los dos maestros. Hoy, los lectores de El Amante del interior nos escriben repetidas veces quejándose de que muchas de las películas más interesantes que se estrenan en nuestra ciudad no llegan a aquellos cines. ¿Ocurriría lo mismo hace 40 años?
Mi experiencia personal es la siguiente. Mis vacaciones, desde que nací hasta los 18 años, fueron a lo largo de dos o tres meses en las Sierras de Córdoba, en Capilla del Monte, a los pies del cerro Uritorco, en aquellas épocas menos célebre que ahora. El cine se llamaba “Enrique Muiño” y estaba (como casi todo el pueblo) a tres o cuatro cuadras de la casa de mis tíos, donde yo residía. Para mí, el cine era una salida extraordinaria, magnética, que me llenaba de ensueños e ilusión. Cada una de las puertas del Enrique Muiño tenía un afiche con la película correspondiente a cada día: se leía LUNES y abajo la película que se exhibía ese día y así sucesivamente. Los afiches quedaban toda la semana y el lunes era el día de renovación semanal. Esa era la jornada en la que yo, apenas me hubiera levantado y tomado la leche con pan y manteca, corría la distancia que me separaba del cine esperando ansiosamente ver los nuevos afiches que me decían qué tan cinéfila iba a ser mi semana. Mis deseos eran que no se repitieran películas que ya había visto y que aparecieran en los afiches monstruos e invasores extraterrestres, garantes de un rato inolvidable.
De aquellos años dorados, en los que la experiencia del sol y la montaña y la deslumbrante compañía de las chicas, que se restringía a esos dos meses (la escuela mixta estaba tan en el futuro como la Internet y el celular), recuerdo especialmente cuatro películas. La primera es La mancha voraz, una de terror en la cual una gelatina ridícula amenazaba con la destrucción a todo un pueblo norteamericano. El joven héroe que descubría la forma de salvarnos era Steve McQueen, que hacía allí su debut cinematográfico. La segunda es El día de los trífidos, película de ciencia ficción que nunca pude recuperar más que en la forma de su novela original, de John Wyndham, en donde, prefigurando el Elogio de la ceguera de Saramago, todo el planeta se quedaba ciego por un polen cósmico. De hecho, no puedo asegurar que su título de exhibición en Argentina haya sido ése y lo dudo: la palabra “trífido” es demasiado genial como para que la hayan respetado. La tercera película en mi memoria es Los cañones de Navarone, sobre la Segunda Guerra Mundial, con Gregory Peck, que compré hace poco en DVD para comprobar que se trataba de un bodrio irredimible.
El cuarto recuerdo va para El graduado vista ya, no con los 18 años requeridos (las autoridades del Muiño eran bastante permisivas) pero sí con los suficientes como para que un torrente hormonal me hiciera desear un debut sexual con una mujer madura, como el que el joven Ben Braddock (aparición estelar de Dustin Hoffman) tenía con la Sra. Robinson. La visión de Anne Bancroft en corpiños negro, esperando la atención del aterrado adolescente, marca definitivamente el paso a una incierta madurez en la que todavía me bamboleo.
De Bergman y Antonioni en aquellos años, nada. Y dejenmé decirles algo. Si hubiera visto Un verano con Monika en el Enrique Muiño, la recordaría con el mismo ardor que recuerdo a la Sra. Robinson.
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