LA RUIDOSA INVASIÓN DEL POCHOCLO
El efecto crunch crunch

PochocloLos OtrosPor: Gustavo Noriega. Cuando una persona quiere despreciar al cine comercial se refiere a él como “cine pochoclero”. La división entre un cine de altas pretensiones artísticas y uno hecho puramente para entretenerse fue dinamitada hace ya medio siglo por los críticos de Cahiers du Cinéma, que encontraron en las películas producidas por los estudios de Hollywood, supuestamente pasatistas, marcas personales dejadas por sus directores, a quienes pasaron a llamar “autores”, con el mismo status que los grandes artistas. Sin embargo, la gente (alentada también por muchos críticos) se deja llevar por esa distinción, que en una formulación no menos burda, habla de películas “para pensar” y otras “para divertirse”.

El pochoclo como símbolo del cine pasatista viene de la mano de las salas de cine restringidas a los shopping y su imposición de nuevas pautas de consumo. Si hace 20 años a un argentino se le vaticinaba que el maní con chocolate iba a ser reemplazado por las palomitas de maíz hubiera pensado que el interlocutor estaba loco. Pero aquí estamos, enchastrando las alfombras, pegoteando los asientos y haciendo un ruido imposible.

No tengo demasiados pruritos contra el pochoclo. La variedad dulce me parece deliciosa aunque su perfume demasiado invasivo. Si uno no tiene un poco de hambre, el aroma que viene de los megabaldes te puede hacer rebalsar el tanque de náuseas. Pero el problema principal es el sonoro. Como las películas que se ven en los shoppings suelen ser uniformemente estruendosas, el efecto crunch crunch de la masticación suele pasar desapercibido. Pero cuando la película es más silenciosa…

Fue lo que me pasó cuando vi en el Hoyts Abasto Los otros, una película fantástica con Nicole Kidman, dirigida por el español Alejandro Amenábar. Separados por unas pocas butacas de la mía, dos adolescentes consumían con fervor el balde de pochoclo más grande que yo haya visto jamás. El problema era que Los otros es una película de fantasmas, que habitan en un mundo silencioso, enigmático, sugerente. El masticar de las dos pequeñas bestias no se detenía nunca e interfería salvajemente con lo que se veía (y lo poco que se escuchaba) en la pantalla. Los primeros cuarenta minutos pasaron sin novedad. De pronto, el calvario terminó. El balde estaba vacío. Imaginé el estado de los dos estómagos adolescentes y cuando vi que el primero de ellos se levantaba y se dirigía al pasillo, no dudé en que iba al baño a vomitar. Me pareció que el universo era un lugar ordenado: a un exceso le seguía el sacarse de encima el excedente. Decidí tratar de concentrarme en la película. Enorme fue mi sorpresa al ver que el muchacho volvía con otro balde colmado de palomitas de maíz (no menos enorme el balde que mi sorpresa). Decidí intervenir. Cuando quiso pasar delante de mí levanté mis pies, él levantaba el suyo buscando paso y yo seguía subiendo. En el punto más alto que mi postura me permitía, enganché mi pie en el suyo haciéndolo tambalear. Quise educarlo: “No podés comer tanto pochoclo, te va a hacer mal”. Pasó en silencio, se sentó y ni él ni el hermano metieron mano en el balde nuevo hasta el final de la película. Me sentí culpable. Me dio hambre.

Opiná sobre esta columna en nuestro libro de visitas