MEDIANOCHE EN PARÍS DE WOODY ALLEN/ 
Ciudades

MEDIANOCHE EN PARÍS

/Por: Javier Porta Fouz. Medianoche en París (2011) es la tercera película de Woody Allen que se estrena este año en los cines argentinos, luego de la catastrófica Conocerás al hombre de tus sueños (2010) y la mucho mejor Que la cosa funcione (2009). Felicitaciones a la distribuidora Diamond Films por estrenar Medianoche en París apenas un mes después del lanzamiento mundial de la película en Cannes. Ahora, pasemos a hablar sobre el nuevo Allen, es decir, sobre el amor a las ciudades.

Cuando uno entra a los cada vez más dominantes cines de las cadenas multipantalla, los chicos que cortan los boletos de papel cada vez más finito dicen: “que disfrute la película” para todos, así uno vaya a ver Saló o los 120 días de Sodoma. Con Medianoche en París, sin embargo, se aplica correctamente el verbo disfrutar. La flamante película de Woody Allen es para disfrutar. Claro, no todos disfrutarán en el mismo grado. Los más aptos para este disfrute serán aquellos que suelen enamorarse de ciudades. Uno se enamora de ciudades cuando una combinación de cosas entre las que uno se mueve, se desplaza, pasea, compra, mira, genera una amalgama irresistible. Como decía Jean Cocteau, la poesía puede estar en el modo de vestir, en la forma de caminar, la forma de hablar, en las relaciones entre las cosas, en una esquina (y una esquina es punto de combinación de dos cuadras). Las ciudades tienen todas las posibilidades para enamorar, y también de perder el encantamiento. Hay ciudades con más éxito que otras, pero todas tienen chances de enamorar. Algunos ejemplos de combinaciones para enamorar, a título personal:

Mondoñedo. Un pueblo de Galicia con una catedral más grande que el mismo pueblo, en combinación con la lluvia, las calles de piedra, el frente de una casa tremendamente angosta, una fuente medieval, la lluvia, el frío, un altillo en un bar hotel, y un honesto vino que no se destacaba por su calidad pero sí por su entereza.

Chicago: el tren en altura y el centro por debajo, con reminiscencias de Calles de fuego de Walter Hill y centenares de películas, la disquería soñada (Reckless Records), la deep dish pizza, la mejor arquitectura imaginable, el río y el Old Town.

Es bastante llamativo que Buenos Aires, ciudad sin grandes bellezas naturales ni especial tendencia monumental, aún después de muchos años, pueda seguir enamorando, pero el helado recién hecho de Cadore de Corrientes y Rodríguez Peña, más unas porciones de muzzarella de Banchero en la misma calle-Avenida en la intersección con Talcahuano, más “Todo ayer” de Rodolfo Mederos en la versión de Generación cero, todavía logran el encanto.

En fin, en Medianoche en París Allen le declara su amor a la ciudad que más enamora: París, que lanza esas encantadoras combinaciones al que llega por primera vez y al que vuelve, y al que vive allí, como si le sobraran. Una hermosa esquina se combina con el olor del pan y ya está, y hay tanto más que sería hasta obsceno citarlo. Woody Allen lo intenta en el prólogo de la película, con planos de la ciudad. Sí, son demasiados, pero la reiteración es la falla central de la película: así también serán demasiados los personajes de los años veinte del siglo veinte, ese pasado al que se accede por otra de las magias de este París alleniano. Más allá de esos excesos, Medianoche en París cuenta con el protagónico del extraordinario Owen Wilson, quien a diferencia de casi todos los protagonistas de las películas de Allen que no protagoniza Woody, no lo imita. La personalidad, la presencia y la fotogenia de Wilson enamoran a la cámara velozmente, y Wilson –confiado– hace la suya: mirada decidida, convincente amor por la ciudad, ganas de pasear, una nariz digna de figurar en un museo de belleza no convencional. Wilson es gran parte de la película, París es otra (mencionemos solamente a la chica local con los viejos discos, una combinatoria irresistible, y todavía no llueve). Allen agrega algunos chistes inspirados, música feliz (algo de Cole Porter, más presente que nunca), fotografía a la altura de la ciudad luz y muy buenos personajes secundarios, como Hemingway y Dalí en los años veinte o el pedante sabelotodo en la actualidad. Y está Rachel McAdams, con una hermosa contundencia física que enamoraría inmediatamente en Chicago (que está cerca de su Ontario natal), pero que en París es la evidencia de que el amor se hace de combinaciones. Y las películas, se sabe, son combinaciones que pueden enamorar incluso más allá de algunos defectos, como ese vino de Mondoñedo.

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