MITADES (PRIMERA PARTE)/ 
Cine y VHS

CINE EN VHS/Por: Javier Porta Fouz. Hace diecinueve años, a principios de 1993, yo tenía diecinueve años. Fue en ese momento cuando se intensificó en mí esto de ver cine. Siempre me había gustado, desde muy chico, e iba al cine con mucha más frecuencia que el promedio de mis compañeros del colegio, tanto de la primaria como de la secundaria. En la secundaria no sólo iba al cine, también veía VHS. VHS: ahí estuvo buena parte del origen. Y fue cinco años antes de llegar a la mitad de la edad que tengo ahora. El VHS fue en 1988.

El VHS había comenzado en mi vida con una enfermedad. Una hepatitis de cuarenta días sin salir de la cama, para un adolescente de catorce años que casi no miraba televisión, pintaba para muchos libros, diarios y revistas (no, no había Internet en 1988). Pero llegó, comprada para la ocasión, la soñada videocasetera. Y los VHS alquilados por mi papá en el Emporio fotográfico de la calle Hipólito Yrigoyen, al principio según su criterio, orientado por películas-faro como La cruz de hierro de Peckinpah o Doce del patíbulo de Aldrich. No estaba nada mal el criterio, pero yo quería más variedad, que llegaba a veces según las insondables recomendaciones de los videoclubistas y luego a partir de la lectura del ¡catálogo! El catálogo: un libraco con frecuencia anillado o abrochado y generalmente impreso con las “impresoras de punto” o como fuera que se llamaran. Los catálogos de videoclub eran valiosos objetos que solían cobrarse y se valoraban enormemente. Luego llegaban hojitas aparte para agregarles. Eran las novedades, que en esos años de oro del formato abundaban: tanto películas recientes como más añejas. Así, con ese libro y con los datos que pudiera proveer, más algunas consultas a quien se pudiera, armaba el menú de pedidos para poder ver entre tres y cinco películas por día, en una mezcla de una anarquía inocente que hoy –con el abundante acceso a mucha información sobre el cine y su historia– se hace difícil de recrear.

En 1988, a los catorce años, encerrado, con el “cine en casa” y un catálogo de videoclub, un adolescente podía mezclar de todo. Entre otras cosas que ya ni recuerdo había exploitation de toda clase con terror, ninjas y esas de encadenados (más bien encadenadas) en islas desiertas con canibalismo, bikinis rotas y gritos en primer plano. También cine argentino de la primavera democrática (alguno serio, mucho con pretensiones de serlo) combinado con Olmedos y Porceles. Algunos Hitchcock. Varios westerns. Muchas bélicas. Woody Allen (aunque antes ya había visto, en cine, La rosa púrpura del Cairo). Por supuesto, también estaban las revisiones de La guerra de las Galaxias, de Indiana Jones y de alguna otra. Pero más que nada estaba la avidez por aquello que no había visto. El cine se adivinaba como un universo de una amplitud especial, de un atractivo para mí cada vez más innegable.

Videocasetes. Televisores que no eran widescreen. Películas mutiladas a los costados. La calidad del VHS, que era bastante malo como sistema y encima la fabricación argentina no se destacaba por la calidad de las cintas. Copias gastadas, con rayas. Ajuste a veces infructuoso del tracking. El recordatorio de rebobinar. El ruido o chirrido que hacían algunas películas al rebobinar. Películas trabadas. La cinta enganchada. ¡Hay que limpiar el cabezal! ¡Hay que ir a devolver la película! Logos y textos hechos en computadoras de la época, con píxeles indignos incluso del juego Space Invaders. ¿Se puede sentir nostalgia de todo eso? No me sale. Comienzo este pequeño relato como una manera de intentar entender cómo cambió nuestra relación con el cine, para pensar cómo accedemos y vemos hoy.

Después de la hepatitis, el ritmo de alquiler de VHS obviamente tuvo que bajar, para volver a subir notoriamente en ese año 1993 que marcaba al comienzo de esta columna. La historia continuará, no necesariamente la semana que viene.

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