Por Javier Porta Fouz. De los nueve estrenos de ayer, cuatro fueron argentinos. Cuatro. Sobre nueve. Fueron estos: Errata de Iván Vescovo, La Paz de Santiago Loza, De trapito a bachiller de Javier Di Pasquo y Beatriz Portinari, un documental sobre Aurora Venturini, de Agustina Massa y Fernando Krapp. Vi tres de los cuatro, pero este texto no es una crítica sobre ellos en general ni sobre ninguno de ellos en particular. Es un -otro- llamado de atención sobre lo que es una costumbre desde hace muchos años. Una costumbre creciente, porque cada vez hay más películas argentinas.
Cuatro estrenos, destinados a ser poco menos que invisibles para el gran público, que los amontona en un suspiro desganado: “ah, cine argentino”. Las películas argentinas grandes se destacan con grandes campañas publicitarias, actores conocidos, distribución de las grandes compañías globales, etc. Sí, claro, estas cuatro películas estrenadas ayer no tienen el potencial de El misterio de la felicidad, por ejemplo. Eso está claro. Ni en las mejores condiciones de distribución y exhibición estas cuatro de ayer podrían soñar -incluso sumadas- con acercarse a las cifras de una película con Francella. Para que sucediera eso debería haber un cambio inusitado en los intereses del público. Sin embargo, por más minoritarias que sean estas películas, su estreno amontonado -esto no es un festival de rock que cuanto más bandas más gente convocan- tiende a anularlas, a confundirlas, las condena a ser “ah, cine argentino”.
Y el jueves de estreno es después de mitad de mes, en febrero, es decir cerca de marzo y de los grandes gastos de marzo. Y no es el jueves 27, claro, antesala de un fin de semana largo de cuatro días que podría compensar la época del año. El cine argentino chico y mediano no obtiene las mejores fechas, está claro y es lógico: ¿qué cine preferiría tener películas argentinas minoritarias y estrenadas todas juntas antes que películas más atractivas para la venta de entradas, con grandes campañas para sostenerlas? Sin embargo, se produce y se produce y se produce cine argentino. Y hay que estrenarlo, ¿y cómo se lo estrena? Bueno, así, como se puede, y hay que estrenar donde se pueda, en general en los espacios INCAA, y en pocos horarios. Esa es la situación de tres de los cuatro estrenos de ayer. Estrenadas en salas no comerciales, con entrada muy barata, subsidiada: la última vez que fui al INCAA Km 0 -el mes pasado- la entrada costaba algo así como un 10% de lo que costaba entrar a un cine comercial. Se favorece que se pueda acceder por poco dinero al cine argentino mientras éste cada vez más sufre la cíclica condena de “ah, cine argentino”.
Y con la crítica, bueno, se da una situación similar. Busquen en el sitio http://www.todaslascriticas.com.ar/ las películas argentinas estrenadas en los últimos años, y verán que la mayoría son buenas o muy buenas. ¿Le hace bien esto al cine argentino? Una respuesta corta es “no”. Una respuesta más larga es “no, si son todas buenas cuando aparece una buena es mucho más difícil que te crean”. Y una respuesta profunda amerita otras notas. Mientras tanto, entre los pocos lectores de críticas, los aún más escasos lectores de críticas de cine argentino (excluyendo directores, actores, equipo y allegados de cada película) dicen “ah, crítica argentina de cine argentino”.
Existe la posibilidad -no la probabilidad- de que efectivamente casi todas las películas argentinas sean buenas, en una proporción inusitada para el cine de cualquier país. En ese caso, el amontonamiento, los estrenos a las apuradas y la invisibilización parcial serían aún más graves.
¿Hay soluciones? Al menos debería haber discusiones. Pero la discusión y el diálogo abierto sobre la política cultural cinematográfica hoy parecen mucho más lejanos que cuando comenzó el siglo XXI. De hecho, a principios de este siglo el público había perdido un poco la desconfianza y suspiraba menos “ah, cine argentino”.