Por Javier Porta Fouz. A veces, pocas veces, uno se pone al día con algunas cosas. Hace años que quería ver Un despertar glorioso (Morning Glory), que no había podido ver cuando se estrenó en 2011. Ambientada en el mundo del periodismo -como las que transcurren en la Casa Blanca, en general me gustan-, con Rachel McAdams, Harrison Ford y Diane Keaton. Comedia. ¿Qué más? Había más, pero no lo sabía. Y fue pasando el tiempo y no la veía. Hasta que apareció en una tira de películas. Y me puse a verla. Lo que no sabía era que a esos actores había que sumarles a Jeff Goldblum, uno de esos que apuntalan, levantan, hacen brillar cualquier película. Y a la guionista Aline Brosh McKenna, de The Devil Wears Prada y Un zoológico en casa (y de otras que no vienen al caso,a los guionistas hay que comprarlos por sus mejores antecedentes). Ni me había fijado que el director era Roger Michell, el inglés que nació en Sudáfrica (hijo de un diplomático). Pero lo que les importa es que Michell es el director de Notting Hill, que se ha convertido en una película adictiva para mucha gente.
¿Un despertar glorioso? Bien, pero con todo lo que tiene podría haber producido mejores ideas para las escenas de transición, menor intensidad en las “definiciones de personajes”, un poco menos de música y de explicaciones. Eso sí, toda interacción McAdams-Ford, McAdams-Goldblum y en menor medida Keaton-Ford nos recuerda lo que nos estamos perdiendo mientras el arte de hacer comedias pasa a segundo plano ante cada vez más Godzillas vengadores de las galaxias lejanas. Hay algunas grandes películas de superhéroes y aledaños, pero lo cierto es que nos están tapando.
De todos modos, lo más importante de Un despertar glorioso fue recordar que mi amigo gallego Jaime Pena me había recomendado especialmente dos películas que había visto en San Sebastián 2013: Cuestión de tiempo de Richard Curtis (que terminó siendo mi favorita del año pasado) y Le Week-End, de Roger Michell. Y después de Un despertar glorioso vi Le Week-End, protagonizada por Jim Broadbent y Lindsay Duncan, que hacía de madre del protagonista en Cuestión de tiempo. Y como tercer actor en importancia, sí, Jeff Goldblum, en un personaje extraordinario.
Le Week-End propone un fin de semana en París de un matrimonio de ingleses de Birmingham. Empieza directamente en el tren, en medio del viaje. Avanza veloz, cercana, sin grandes despliegues, concentrada en este cascado matrimonio de sexagenarios. Lo que sigue es una serie de peleas y reconciliaciones que no están planteadas como peleas y reconciliaciones en escenas o secuencias alternadas sino en los mínimos movimientos en una frase, en una comida, en una mirada. Del amor al odio entre dos sílabas, casi entre dos letras. De la euforia a la desesperanza en segundos. Definir a los personajes no tiene mayor sentido, se van definiendo de forma magistral mediante acercamientos nunca frontales, siempre llegamos a saber algo de ellos desde un punto de partida impensado. Y ella misma se define en un momento con una concisión notable: “aburrimiento, insatisfacción, furia”. Roger Michell jamás hizo un guion, y este lo escribió Hanif Kureishi, con el que ya había trabajado varias veces.
Le Week-End es sobre ese matrimonio, y también es una película generacional. Sí, sobre la generación que en los sesenta y setenta... lo de siempre, pero como pocas veces. No estamos aquí ante un vómito de esos de “qué grandes que fuimos nosotros los de esa generación”, tampoco estamos ante la tontería plañidera de Las invasiones bárbaras. De hecho, la película se va construyendo como generacional en segundo plano, como saben hacerlo las películas que nos sorprenden, que nos emocionan: nos llevan con ellas hasta donde quieren ir sin que nos demos cuenta. Y esta quiere ir a una media hora final magistral. No es mi costumbre contar los argumentos, ya saben. Sepan también que en esa mesa que desencadena el tramo final todos los riesgos de desastre catártico se anulan con una sabiduría inusual, que mantiene la catarsis y a la vez sale airosa de una situación casi imposible, mediante un montaje nunca artero y, sobre todo, que hace una elipsis clave. Y sepan que el camino de canciones de esta película termina de la forma más feliz posible, recordando que los sesenta de Godard fueron insuperables, y que estos personajes no quieren ser el Godard actual. Finalmente, Le Week-End, como tantas grandes películas, es sobre la lucidez que proviene de aceptar el dolor como parte de la vida. Los personajes vuelven a París, a su París, al que desean aunque no puedan afrontarlo. Por eso los rodeos, los retrocesos, las estrategias, incluso las heridas, para seguir allí. En el deseo.