Por Javier Porta Fouz. Uno se pone quisquilloso con los años. O ya era. O son las costumbres, que cambian demasiado rápido. El lunes pasado fui a una avant premier de la película Directo al corazón -es decir, Danny Collins- protagonizada por Al Pacino, Annette Bening, Christopher Plummer, Jennifer Garner y Bobby Cannavale. Sobre la película escribí una crítica acá. Pero quería hablarles de otra cosa, no de la película sino de ver la película, o de ver una película en en estos tiempos.
Me senté en la primera fila que encontré libre del cuerpo lateral, lado izquierdo mirando a la pantalla. Cuatro asientos vacíos. Me ubiqué, entonces, al lado del pasillo, con nadie en las butacas de al lado. Así -pensé- evitaría ruidos cercanos, celulares utilizados durante toda la película; y no hablo de un segundo para mirar la hora sino de chats eternos. No pocas veces he tenido que hacer anteojeras con mis manos para que no me pegara tanto la luz del teléfono de la gente de los alrededores. Pensé que, dada la edad promedio de la concurrencia, mayormente alejada de la adolescencia, no iba a tener ese problema; igualmente, para evitar cualquier riesgo, me senté en el asiento apuntado, bastante aislado. Empezó la película, pasaron unos 10 o 15 minutos y yo estaba en la película, en las canciones, en los diálogos, etc. Y en ese momento, evidentemente tarde, ya con dos o tres secuencias consumidas, llegaron dos chicas y se les ocurrió sentarse en mi fila. Por suerte, dejaron un asiento libre entre ellas y yo. No usaron el celular, no hablaron, pero llegaron con pochoclos. Y los pochoclos son siempre muchos pochoclos. Y no sólo los comían, los revolvían con fruición, con persistencia, con ruido, con ese ruido crujiente de pochoclo en movimiento. Ese ruido molesto. Y se produjo el choque -silencioso por mi parte, ruidoso por parte de ellas y su alimento- de civilizaciones. Directo al corazón no es una película con sonido atronador, con explosiones, con música omnipresente. Tiene diálogos calmos, canciones, pausas, gestos. Canciones de John Lennon. Y el pochoclo y el pochoclo revuelto -mareado seguramente- como track sonoro extra e indeseado. A diferencia de la luz de los celulares, para la cual una mano haciendo de anteojera no deja de ser incómoda pero puede tener algún tipo de utilidad, en el caso del sonido es más difícil -imposible- anular la molestia. No hay más remedio que estar con los oídos puestos, y no direccionamos la escucha como sí direccionamos y orientamos la visión. El ruido del pochoclo vuelve a intervalos cortos: este producto está pensado para no parar de comer. Es el ruido del pochoclo, el crujir de las palomitas, la presencia audible del popcorn, el encabritamiento de las cabritas y los sonidos de muchas denominaciones más para la misma plaga.
Por otro lado, a diferencia de lo que ocurre con los celulares, contra los que se hacen campañas y se presentan cortos educativos y represivos, el consumo de pochoclo es alentado por los propios cines porque les genera mucha ganancia. Es un combate clara y absolutamente perdido. Pero uno, que recuerda cuando la comida en el cine no era sinónimo de cosas así de ruidosas y pegajosas y excesivas, tiene ganas de que vuelvan los chocolates, los caramelos -los de envoltorio más callado- incluso el bombón helado. Pero no, en algún momento el pochoclo llegó, se ofreció masivamente, se quedó y se aquerenció. Se impuso en las costumbres y en la lógica de los espectadores, y también en la de las denominaciones. El objetable término “cine pochoclero” se impuso también para describir algo que para mucha gente es claro, prístino y permite una descripción veloz. Es el pochoclo el que define a las películas, por presencia o por ausencia. En la Berlinale, por ejemplo, en los multicines que participan del evento, para las funciones del festival no permiten el ingreso con pochoclo y comida en general. Es una forma de dividir al cine, al público, de separar las costumbres. Es una forma práctica: en el festival no hay riesgo de pochoclo. ¿Y a los que nos gusta ver películas en los festivales y también en las salas de estreno? ¿Los que queremos ver un documental pequeño en un festival y también Los Vengadores en una sala de estreno sin estar expuestos a la invasión sonora del pochoclo? Sí, ya sé, la derrota está clara. Habrá que esperar con ansias los pochoclos insonorizados. Pero la esperanza es vana: seguramente ya esté comprobado que el ruido del pochoclo genera un efecto compulsivo en el que lo consume y lo haga seguir consumiendo. Y además debe producir un efecto de contagio en los otros, un efecto de deseo o, simplemente, bueno, en fin, ya que hay que bancarse el ruido del otro, mejor que sea con consumo y ruido propios. Epidemia.