cara

Por Cicco. A la rutina, hay que eludirla. Romperla. Sacudirla. Ofrecerle esperanza de vacaciones, para que agobie menos. A la rutina, hay que darle la espalda. Soportarla con piloto automático. Tomársela con soda. Tal como está planteado el mundo, rutina equivale a deber y bodrio. Cosa de locos: el 99% de nuestra vida es rutina. Y uno no hace más que agachar la cabeza y aguardar a que ese 1% llegue pronto.

 

No voy a cansarlo contándole cómo decidí, ocho años atrás, dejar la ciudad y mudarme a un pueblo. Hablamos ya de eso, en otra columna. Pero: lo mío no era revolucionar la rutina. Era cambiarla por otra.

Esta vida, Hollywood, los medios, las publicidades de autos y vino espumante, tienden la trampa y uno derrapa. Ellas, todas, señalan lo mismo: innová, explorá, aventurate, empedate, revolucioná, hacé un trío, trepá montañas, date sacudón de adrenalina. Pero el lunes, tempranito, no lo olvides, volvé a tu rutina espantosa. A tu matrimonio agotado. A tu trabajo de perros. Al bondi de las ocho. Volvé a fumarte ese tufo agobiante que es tu destino. Así son las reglas del juego. Desfavorable. Desequilibrado. Injusto. La rutina se la toma como una institución: todo el mundo la detesta. Pero nadie la discute.

Uno acepta el peor de los contratos. 99% de calvario a cambio de 1% de pico de placer. Y así gira el mundo. Se puede ver en las caras. El peso descomunal de la rutina mal llevada. Señoras y señores a la espera de esa porción minúscula donde la rutina se interrumpe y se respira un aire fresco y prometedor desgraciadamente breve. La aventura viene en paquete chico. El respiro, en la sintaxis de la existencia, es mero paréntesis.

A la gente se la conveció que la vida no es bella. Como máximo, bellas, las vacaciones. Y hasta ahí nomás. Bello, liberador, el happy hour. La cena con amigos. La escapada con amante. El revoleo favorable del azar. No mucho más.

Tanto reclamo salarial, donde se pide ajuste inflacionario. Tanto piquete en pos de mejora laboral. Negociación con fondo buitre. Y nada se habla de la rutina. Nadie dice ni mu. La rutina se mira y no se toca. Se la traga, todas las mañanas, untada con el pan. Se la digiere, lento, en el bondi.

Se aguarda a que baje en la oficina, a lo largo del día. Se ve la esperanza, lábil, escurrirse el fin de semana. Y uno vuelve el lunes repitiéndose a sí mismo, a los amigos, en famila: “Hay que romper la rutina”. Y resulta que, al final, la rutina termina rompiéndolo a uno.