Por Cicco. Yo también tuve una noche con Sofovich. Fue hace, la pucha, más de 10 años. Trabajaba en Revista Noticias. No recuerdo cuál era la primicia detrás de la nota. Imagino que era, como Mirtha, uno de sus tantos regresos a la tele. Si mal no recuerdo, aquel era un regreso menor, por canal de cable. Gerardo no estaba en su pico de popularidad, en pleno corte de manzana, o del yenga, o de la pulseada. “¿Venís con buena o con mala leche?”, me dijo a la salida del canal. “Con buena, Gerardo”, respondí. Qué iba a decirle. Uno siempre lleva la misma leche a todas partes. Pero para Sofovich, la intención lo era todo.
A decir verdad, yo había escrito mucho antes una columna intitulada “Apología de Gerardo Sofovich”. Era una defensa que, en verdad, era un ataque. Y donde concluía que, entre otras cosas, Gerardo se iría al infierno.
Me enteré de su boca, que no le había gustado en lo más mínimo. “Te iba a mandar una carta”, me dijo. “Pero no quise darte tanta importancia”. Nunca sabré si esa carta era de su puño y letra. O era de puño y letra de su abogado. No importa. Gerardo aquella noche me recibió. Y me llevó a su lugar favorito de reuniones: una confitería pituca en Avenida Libertador, Café Tabac, a pocas cuadras de su casa. Su casa tenía confitería abajo, pero él prefirió alejarse un poco. “Si no, no nos van a dejar tranquilos para charlar”.
Nos llevó un muchacho con pinta de poli: su secretario, pero también su seguridad. Y también su chofer. Por esa época, estaban blindando su automóvil así que viajamos en otro, también de vidrios polarizados. Me contó el hombre cómo había escalado de conocer un día a Gerardo en el estudio de tele, acompañando a un amigo, a transformarse en su mano derecha. Se lo veía leal.
Sofovich, como otros viejos leones de la tele, Bernardo, Mirtha, Susana,era un hombre solo. Y la vida le había enseñado a confiar en nadie.
En Tabac, pidió lo de siempre, un aperitivo: Punt e mess. “Traele uno también al chico”, le dijo al mozo. Ya estaba viejo por entonces. Desde que tengo memoria, Gerardo siempre fue viejo. Ya no era más su época. Aún a la distancia, seguía defendiendo a Menem, de quien había sido funcionario en el zoo de la ciudad. Lo llamaba Carlos. Imaginé que después de todo, conservaban la amistad.
La vida de Sofovich se medía, como ahora los K, por bandos: estaban sus amigos y estaban sus enemigos. No había medias tintas para él. Había, eso sí, grandes conversos. “Mirá, con Jorge Rial nos peleábamos muchísimo, él decía cualquier sobre sobre mí y ahora somos grandes amigos”, me dijo.
Gerardo tenía una memoria prodigiosa. Aquella noche, mi noche con Gerardo, le pregunté de Olmedo, de Porcel, de Polémica en el Bar. Los productos de Gerardo que yo admiraba. Él me contaba anécdotas adornadas con todos los detalles, como si hubieran sucedido esa misma semana. Señal de que convivía a diario, con sus fantasmas. Me habló de Fidel Pintos. De esa mesa colosal en Polémica en el Bar: con Minguito y Porcel y Rolo Puente. Muchos de sus viejos amigos, y compañeros de tele, habían tenido finales trágicos: Olmedo, Portales. Él se esforzaba por no seguir la mala racha.
Y hablamos claro de casino. De cómo los hoteles de Las Vegas lo invitaban con todo pago, tanta era la plata que Gerardo se jugaba en la rula. “Pero ya juego poco”, dijo, no sé si para quedar bien en la nota o porque estaba en retirada de las pistas.
Había cosas claro, que él no hablaba y yo no le pregunté: ni su enemistad con su hermano Hugo, ni de cómo perdió, de chico, su pierna.
Nunca supe si le gustó o no aquella nota. No me hizo llegar una carta, así que imagino que no le disgustó tanto. Después de esa noche, seguimos intercambiando mails.
Siempre nos prometimos volver a tomar Punt e Mess. Pero nunca lo hicimos. Imagino que, si estaba equivocado mi pronóstico, y a Gerardo le tocó el cielo, estará ahora allá con Adán y Eva, enseñándoles la ciencia exacta de cortar por la mitad una manzana.