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Por Cicco. Cada vez que hay un crimen, o una muerte dudosa, y los medios empiezan a hablar de autopsias, a mí me viene la imagen del viejo. No es cualquier viejo. Este viejo era muy menudo, y el día que lo ví tenía un serrucho. Pasaron 15 años desde aquella vez y aún no puedo olvidarme de él. ¿Por qué? Ahora lo sabrá.

 

En esa época, yo soñaba con escribir una novela de horror. Era fanático de Stephen King y Clive Barker, el loco que concibió Hellraiser y la serie alucinada de Libros Sangrientos. Pero, ya en ese entonces, yo era periodista. Y sabía que, si quería desarrollar una trama de horror, primero necesitaba conocer la sangre de primera mano.

Para hacértela corta: un amigo de impositiva de papá, era médico forense en la Morgue Judicial. Así que habló con él, nos reunimos café de por medio, en un bar frente a la morgue. Y le conté uno de mis deseos de la época: “Lo que yo quiero es asistir a una autopsia”. Así de retorcida era mi vida. Pero nadie me sacaba la idea de la cabeza. Quería un baldazo de realidad para sacar adelante mi obra de horror.

“Venite la semana próxima”, me dijo. “Yo voy a avisar en la entrada para que te dejen pasar”. Y así fue. Cuando llegué, él ya estaba allí. Me invitó a pasar a la sala: había un cuadro con munciones de todos los tamaños –imagino para comparar con las que extraen de los cuerpos-, y cuadros y certificados que, como podrá imaginar por la situación, olvidé por completo.

Ese día tenían cuatro autopsias. “Tranquilo”, me alentó el amigo de papá. “Las primeras veces son siempre duras, después pasa”.

Había un joven. Una mujer. Y dos señores. Uno de ellos grandote, casi sobresalía de la camilla de metal. Todos en bolas. Fuerte de ver. “Ese”, me dijo un médico, “era uno de los Titanes en el Ring. Se quitó la vida”. La pucha. Después narró un aprendizaje de todos esos años: “La gente que se suicida, primero, suele comer. Vaya a saber uno por qué”.

Después, cuando abrieron su estómago, entendí por qué ese comentario lo hacía con tanto pesar. Por más que veas las 100 películas más terroríficas de la historia, por más que te calces unos anteojos y las mires en 3D, asistir a una autopsia es simplemente demasiado. No es tanto lo que uno ve que no haya contemplado antes: cortes, tripas, etc. Lo que ninguna obra del horror puede transmitir con tanta fidelidad es el olor. Ese olor que persistirá hasta el día en que vos también partas y emitas ese mismo aroma. El olor que te dice: todo acabará mi amigo. Ese olor, estos médicos, se lo fuman durante tardes enteras. Hay que hacerle, a cada uno de ellos, un monumento. Los médicos forenses son gente un poco gris, un poco apesadumbrada, y es entendible.

No sé por qué llegan estos recuerdos y por qué le cuento estas cosas, si mi carrera como escritor de horror, se frustró aún antes del primer intento –tres capítulos de una novela espantosa y no por el terror si no por lo mal escrita, fueron suficientes-. Pero aquí estoy escribiendo de esa autopsia. Y de la vez que ví al amigo de papá, hundiendo el bisturí en un cuerpo blando y de allí, salía algo más parecido a pintura negra que a sangre. A unos metros de él, preparando los cuerpos para su inspección estaba el viejito. Ese viejito. El viejo que siempre recordaré. Era tan pequeño. Tan endeble que jamás hubieras reparado en él, excepto por el serrucho que traía en la mano. Y por su tarea ingrata, las más ingrata del mundo: cortar cabezas. “Normalmente tenemos sierra eléctrica, pero se descompuso”, explicó el amigo de papá. Así que el viejito tenía, por esta semana, que cortar la cabeza, como si cortara leña. El estrépito del serrucho de aquel hombre sobre la cabeza del Titán fue too much. Dí las gracias al amigo de papá, saludé a la muchachada que devolvió el saludo con una felicidad que no coincidía con ese desparramo de muerte, y partí de ahí. La morgue está en pleno centro. Así que uno pasa de un subsuelo con cuatro muertos a punto de ser eviscerados, a la vereda de la calle del centro, con niños inocentes, parejitas de amantes, pajaritos en los árboles, la vida misma. Donde los viejitos juegan con sus nietos y alimentan palomas. Y de tanto en tanto, serruchan un bife de costilla.