inundación

Por Cicco. Con el alboroto de las elecciones, los medios volvieron a tratar el tema del temporal como suelen hacer con todo asunto que se repite y no pueden dedicarle tiempo para pensarlo como corresponde. En fin, dan cifras de inundados, proveen el pronóstico fatal del tiempo, y si aún les sobra espacio, dan índices y gráficos de los milímetros de agua caída. Si el editor se encuentra de humor, hasta puede revelar cuánto significa esa medida en las precipitaciones del año. Pero los editores nunca están de humor.

 

Normalmente, las redacciones y los canales se sitúan en las grandes ciudades y la gente de la ciudad no entiende lo que es una lluvia. Una ciudad es un hormiguero humano donde los temporales se ven por tevé. Suceden en lugares remotos donde la gente carga sus pertenencias en botes o en tablas y deja sus casas como quien deja un par de zapatos: sin mirar atrás. Una sucesión de tormentas sin cuartel, como la de estos días en la ciudad, significa como mucho, unas botas mojadas, el impermeable salpicado, ropa levemente con tufo a humedad, un charco sin esquivar. Detalles minúsculos de la vida asfaltada, techada, guarecida –excepto claro, los platenses que vivieron en carne propia la visita, tiempo atrás, del agua colada y sin remedio-.

En el interior, en los pueblos y en el campo, las lluvias, cuando se desmadran, es una revolución. Los campos son lagunas. Los ríos se desbordan. La tierra se atraganta de tanta agua. Los animales no saben dónde meterse. Las huertas –como la que tengo en el fondo de casa- se ahogan y pudren y las semillas quedan al descubierto y parten. Los árboles frutales y los otros se salen de quicio, pierden el norte y empiezan a florecer fuera de estación. Un despelote. Y un drama.

Desde hace nueve años que vivo en un pueblo y recuerdo lo idiota que fui pensando que eso que sucedía en la ciudad de tanto en tanto, era un temporal. Ayer nomás, un amigo me contaba cómo una tormenta había hecho, literalmente que las vacas en un campo nadaran por arriba del alambrado –yo para serle sincero, ni siquiera sabía que las vacas podían nadar-.

Qué tormenta y qué estrago. Acá, en mi pueblo, el canal que, desde que lo dragaron unos 15 años atrás venía bárbaro, desbordó y una zona de quintas pitucas llamada Vinelli quedó aislada por el agua. Los vecinos suben a Face fotos de la inundación una más tremenda que otra. Las esquinas que uno recuerda soleadas y secas, parecen el Amazonas. Hay chicos con el agua a la cintura. Canchas de fútbol que son piletas olímpicas.

Ayer llamó la abuela de una amiga de mi hija para saber si ella podía pasar la noche en casa. “Si no”, me dijo, “no va a poder ir a la escuela. Acá estamos rodeados de agua”. Así que anoche cociné pollo con arroz para tres. La amiga de mi hija buscó el uniforme, metida en el agua, lo cargó en andas y se vino para acá. Pobre: aún no sabe hasta cuándo se quedará en casa. Porque así son las cosas: cuando el agua llega, uno no sabe hasta cuándo se quedará.

El otro día me contaron que, acá en Lobos, el asunto se pone más bravo cuando en otras partes se termina. “Es que viene el agua bajando de otros lados y confluyen acá”, me dijeron. “Dos o tres días después de los temporales, agarrate porque es lo peor”. Ya he contado aquí cómo mi pueblo, está en un declive, un pozo bah, y si no fuera porque Dios es grande, más que pueblo sería un laguito.

El agua todo lo lleva, limpia y recuerda que uno también está en movimiento. Siempre yendo a alguna parte. Siempre en estado de alerta de naufragio.

Siempre recordando que llegará el día en que el agua golpeará la puerta para invitarnos a volver al mar. 

Me salió nostálgico el final. Y no sé si se entiende. Pero a mí, me gusta así.