rosa y ojo

Por Cicco. Ya se respira el aire primaveral de la primavera en el aire, y uno de tanto oxígeno y flores se pone repetitivo con el uso del vocabulario. Debo reconocer que, tiempo atrás no le daba a las rosas ni cinco de espina. Me tenían sin cuidado. Para mí, en ese entonces, la rosa era una planta que ponían las viejitas en los jardines cuando no tenían mucho que hacer con su tiempo. Hasta que, dos años atrás, me picó el bicho. O mejor dicho, la espina, aunque me parece que la palabra ya la usé unas líneas más arriba.

 

Ay, las rosas. Uno que no sabe, o en mi caso que no sabía, piensa que las rosas es todo lo mismo. Todas huelen igual, lucen igual, tienen mismo tamaño. Eso es porque nunca se detuvo a ver una de cerca. O ver varias y comparar. Hay tantas rosas –todas con nombre elegante e inglés-, y tantos perfumes y tantos colores, que detallar cada uno excedería el tamaño de esta nota y mi tiempo: porque en breve tengo que salir a comprar al almacén.

Le decía, la rosa es un mundo aparte. Y uno lo aprende metiéndose en él. Mi primera incursión rosal fue una llamada Iceberg: que, como todo iceberg, daba una rosa blanca. Me pegó bien: la Iceberg, después me enteré, da flor casi 10 meses del año. Algo que, para una rosa y para toda planta, es una abundancia milagrosa. Me gustó tanto la iceberg que, tras ver unos tutoriales en youtube, me decidí a reproducirla: rodeé todo un camino del jazmín plantando esquejes. Primero, claro, le puse enraizador para que prenda. De esa generación de plantada, me prendió una de cada dos. No está mal el promedio.

Pero luego, mi fiebre rosal creció y con ella mi conocimiento. Ví más tutorías. Capté más info. Descubrí que las rosas capanga del país, están en Cipoletti, Río Negro –hoy en día, por si le interesa el dato, salen 250 pesos aprox-. Compré varias de ahí y otras de San Pedro –“dan buena flor también pero luego con el tiempo declinan”, me dijeron-.

Me hice más espinudo. Más corajudo. Más bol… ojito eso no eh. Me hice amigo de los encargados de viveros de la zona. Amenacé a mi jardinero con que, si no me pasaba data de cómo multiplicar rosales, no le pagaba más. En fin, hice mi trabajo sucio.

Pedí a los vecinos de la cuadra que, en temporada de poda, me dieran las ramas más pulenta para reproducir –no muy gruesas, no muy finas-. Y asi planté una multitud. Primero en macetas y baldes agujereados, luego si las veía brotar las ponía en la tierra firme. Descubrí que lo mejor es plantarlas inclinadas y regarlas bien regadas. Eso asegura que la planta saque raíz. Primero hay que eliminar algunas espinas, ponerle el famoso polvito enraizador que obra milagros, y luego sí, a la tierra. Si esto fuera un videíto me vería ahora poniendo una ramita en una maceta dulcemente, con cara entusiasta de yonqui metiéndose una aguja en vena.

Gasté mucho dinero en rosas, lo admito. Compré las bajas y las altas. Y las trepadoras también. Cuando tenía plata disponible me inclinaba por las de Cipoletti, mientras mi amigo del vivero ponía cara que mi plata estaba bien invertida. Compré rosas rojo sangre y rosas rojo rojo bien rojo. Compré rosa lila y compré rosas blancas. Ahora, tengo plantadas más de 20 en casa. Y hasta diseñé un arco de hierro para que se trepen más arriba del portón.

Un amigo me obsequió media docena de rosas trepadoras y las puse, la mayoría, sobre un alambre. Y espero ahora la llegada de la primavera para ver sus colores. Ay, qué bellas las rosas. Y qué tonto se siente uno hablando de ellas. Ya aprendí incluso cómo curar sus enfermedades. Y cada dos por tres los bolsillos se me llenan con las hojas enfermas que voy quitándole cual médico de guardia 24 horas.

Y si, cuando uno se hace fanático de las rosas hasta el pinchazo con las espinas es una caricia. Y, como podrá imaginar, a esta altura del partido, tengo las manos bastante acariciadas, le digo.