atentados en parís

Por Cicco. Es importante que los medios en Occidente, llamen a las cosas por su nombre. Un cura pedófilo es un criminal. Un banquero judío corrupto –perdón por el estereotipo- es un criminal. Y un musulmán que detona un teatro es, también, un criminal. No importa en nombre de qué hagan cada uno cada cosa. No metamos a la religión en esto.

 

Un camino espiritual es un camino para acercarse a Dios. No un camino que habilita destruir nada ni nadie.

En el Sagrado Corán, el último de los textos revelados por dios, eso está claro: aquel que mata a otro, es como si matara a toda la humanidad.

Desde que me inicié siete años atrás como musulmán, me esfuerzo en comunicar que el islam no tiene nada que ver con crímenes, atentados ni explotación de la mujer. Es la religión monoteísta más popular del planeta. Siempre habrá gente que justifica su locura en nombre de Dios.

Este año, en la peregrinación anual a Meca, que convoca a dos millones de personas, se estableció que ningún político podía asistir allí a hacer campaña. En países islámicos, un candidato que va a Meca a cumplir con los ritos sagrados, equivale a miles de votos.

Entre peregrinos, no hay diferencias ni partidismos ni clases sociales, los hombres todos visten dos telas blancas y sandalias. Nada más.

Como toda religión, nuestro camino se moldea en la vida y los dichos de los profetas. En nuestro caso, la del profeta Muhammad, a quien le deseamos paz y bendiciones. Un hombre que perdonó aún a aquellos que lo habían apedreado, torturado y asesinado a sus seguidores. Y quien, por poco, termina apuñalado en un atentado en su casa, el mismo día que decidió emigrar a Medina. Un hombre que le dio a las mujeres un trato, un cuidado y una participación diferencia y que, por entonces, eran impensados. Uno hombre que, de joven, era hábil comerciante, y que aún huérfano e iletrado, se ocupó de unir a las familias, y garantizar a todos aquellos que lo rodeaban a la educación que él no tuvo –al punto que daba amnistías a reclusos, si enseñaban a tres personas a leer y escribir-. Alguien a quien todos en su pueblo lo llamaban: Al Amin, el digno de confianza. Aún antes de iniciar su profecía.

Un hombre irrepetible, que lo donó todo y dormía aún siendo líder de su comunidad, en el piso entre ramas de palmera. Visitaba hasta a aquellos que lo odiaban cuando estaban enfermos. Y en lugar de pedir en sus oraciones por venganza, pedía a Dios que, si él deseaba algo malo de aquellos que lo atacaban, lo transformara, en su lugar, en bendiciones.

Nunca comió hasta saciarse. Y, en tiempos de hambruna cuando el resto llevaba una piedra en el vientre para paliar el dolor de estómago, él llevaba dos.

Una vez, un musulmán se acercó a contarle que, en una batalla, mientras perseguía al enemigo, éste en su intento de huída repitió tres veces la Shahada: el testimonio de fe que lo inicia a uno como musulmán. Y aún así, el musulmán lo hirió de muerte con su lanza. “Supuse que sólo había dicho la Shahada para que no lo matara, no porque fuera verdad”, le explicó. “Por eso, lo maté igual”.

“Sólo Dios puede decir cuál fue su intención”, respondió el profeta. “Hoy, mataste a un creyente y tu alma deberá responder sobre eso”.

El profeta afirmaba que todo en este mundo merece respeto, hasta las piedras. Ellas también alaban a Dios. Un día mientras subía los peldaños del púlpito, escuchó el rechinar de la madera bajo sus pies y descendió de inmediato. Luego, alzó las manos y pidió perdón a Dios por el daño provocado.