pollo y pollo

Por Cicco. Desde hace días nomás, tengo cinco pollos en casa. Es una cruza de pollo parrillero con campero y otras razas que ni idea. Los regala el INTA en mi pueblo, un par de veces al año, llenando un formulario. Es la primera vez que tengo pollos. Hasta ahora, lo mío eran las gallinas ponedoras. Pero así son las cosas: cuando empieza a tener granja, tarde o temprano le llegan los pollos. Y tarde o temprano también, tendrá que matarlos.

 

“Nacieron ayer”, me dijo Cecilia, la chica que me los entregó. Impresionante: los buscó del baúl del auto donde había cajas y más cajas con cifras de 500. Ahí estaban multitudes: y los cinco míos. Uno de cada color, amarillo, blanco, marrón, gris y negro. Siempre hay uno más débil que el otro. Me los entregaron junto con un folleto de cría. Las primeras dos semanas, se quedan bajo techo. Luego, ya emplumados, salen a pastar. Al mes, se le empieza a dar un alimento llamado engorde. Y a los tres meses, zás, le cae el cuchillo. Para mí, estas camadas serán iniciáticos pues nunca hasta ahora, faené pollos. Ya les contaba, hace un año que tengo gallinas ponedoras. Pero con ellas hicimos un trato: ellas me dan huevos, yo les doy una vida con gastos pagos y una muerte digna y natural.

Con estos pollos, sin embargo, el trato será otro. En estos días que anuncié a amigos y familia de mi incorporación en el rubro pollo, todos coincidieron en que soy, como mínimo, un criminal. Y los que vieron en vivo a los pollitos en casa –tiernos, suaves, llenos de vida- me agregaron un adjetivo más: desalmado.

Es difícil transmitir por qué uno elige criar y faenar sus propios pollos, cuando esta vida está planteada para que el trabajo sucio siempre lo haga otro. “Siento que lo tengo que hacer yo”, les digo a la gente que pregunta. Pero aún eso es escaso como argumento. Así que ensayo otras explicaciones: “Quiero cerrar la cadena. Valorar y hacerme responsable de lo que como. Cuando comés un pollo en un restorán o comprado, uno olvida que para alimentarte un ser debió dar su vida”.

Hasta ahora la única que me entendió fue Cecilia, la chica del INTA con el baúl a full de pollerío. “No vas a tener problemas”, me dijo. “Y en tres meses, ya lo podés faenar. Eso sí, un día antes, no le des comida, sólo agua. Así se limpia”.

Como les decía, el trato con estos pollos será distinto. Pues, llegado el día, voy a convertirme en su verdugo. Aún así, quiero darles tres meses de buena vida. Tomar sol. Comer pasto. Un ambiente espacioso y confortable. Comerán comida natural y sin hormonas. Crecerán como pollos normales. Y morirán como pollos normales.

“Son tan tiernos”, me repite mi hija a ver si con el tiempo, aflojo y los adopto de mascotas. “Tiernos”, le digo, “en tres meses van a estar tiernísimos”. Ella me mira como si me desconociera. Pero no dudo que, llegado el momento, disfrutaremos el mismo pollo al horno con papas. Ella sin culpas. Yo, no tanto.