ATENTO MÓVIL DOS (Y DALE CON LOS MOVILEROS )
Especular y después

Diego MaradonaPor: Pablo Llonto. Todo lo sabe Juan, el movilero. Ávido de gloria, y de pantallas, siempre nos ilumina con sus relatos desde una ruta, un ministerio o la zona de arribos en Ezeiza. A Juan, por ejemplo, lo desbordan las especulaciones. Cuatro Juanes, el pasado jueves, utilizaron el verbo especular para preguntarle a Maradona sobre los disparates de la prensa después de las derrotas ante Brasil y Paraguay.

En la lengua de Juan, la pregunta sonó más o menos así: “ Diego, ¿No hubo imposiciones de Grondona como en algún momento se especuló?” 

La mirada castigadora de Diego casi le come los hígados a los cuatro Juanes. A uno le dijo “nene”, al otro “hermano”, al otro “papá”. Se comprobaba así que Juan, cuando pregunta, da por supuesto todo lo que ha leído, todo lo que ha escuchado, todo lo que le han dicho. Maradona convirtió a Juan, en cuestión de segundos, en una hojita de perejil que no está informado de los detalles maradonianos. “A mi nadie me impone nada”, dijo Diego. Cuestión que se sabe, más o menos, desde comienzos de los 80.

Pobre Juan; una vez más le habían fallado las especulaciones. Porque eso sí, Juan siempre lee los diarios, apurado, con una lapicera que no escribe y de salto en salto, de la nota en Ezeiza a la guardia en la puerta de la actriz más patética. Y Juan siempre le cree a los diarios; pobre Juan.  

Juan es uno de los más extraordinarios personajes de nuestros tiempos. Dicen, quienes lo admiran, que se inspiró  en las limitaciones de anteriores movileros, empeñados en lograr las ridiculeces más espantosas. No le faltan ganas de imitar a Paula Trapani, aquella acelerada y escaladora jovencita que subióse al techo de un móvil para espiarle el curriculum y las intimidades a Maradona, en aquel día que fue la gloria de los movileros: la quinta y los balinazos.

El colosal equilibrio de Juan envejece sin distinguir el bien y el mal. Y siempre deja claro que aborrece la chusma. La agenda de Juan, no la maneja Juan, sino la severa voz de un productor o productora al que Juan ha obedecido siempre por aquello que llaman, necesidad de trabajo.

A veces, en un rapto de dignidad, Juan le hace una pregunta difícil a un funcionario. Casi nunca persigue a un comisario para ver dónde vive, ni al gerente de la empresa estadounidense que despide trabajadores en una fábrica de galletitas, ni al miserable disfrazado de juez que ordena desalojos, gases y palos en la cara, antes de irse al country a tomar un fernet. 

Juan, en general, se ha entregado a la rutina de trabajar para quien le pague. Y al diablo con los desabrigos de la gente humilde. Que para Juan son, conforme ha leído en los diarios en que cree, piqueteros, inmigrantes ilegales, villeros, desocupados, o activistas de izquierda. 

Juan, eso sí, aborrece de Pedro, el movilero sin móvil de la FM de barrio. Ese que no está nunca donde están todos, y anda siempre imaginando que los atracadores son los dueños de los bancos, los jefes de personal, los políticos que no trabajan.

Cuando le llegue la jubilación, Juan no cambiará su vida. Lo encontraremos lavándose las manos, en los baños de algún shopping, diciéndole al guardia de la seguridad privada: “hay ciertas especulaciones de que este lugar cierra a las diez. ¿Usted que cree?”

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