Sergio Maravilla Martinez

Por Pablo Llonto (*). ¿Cuántos argentinos conocían a Sergio Maravilla Martínez antes de su pelea con Julio Chávez Jr? El momento mediático del campeón del mundo de los medianos, más allá de nuestras consideraciones sobre una actividad profesional que no debe fomentarse como deporte, ha puesto sobre la mesa el remanido tema de la facilidad de los medios para sacar jugo de las piedras.

 

Mientras su rostro, afinado, correctamente cubierto con anteojos de leer o negros, salta de tapa en tapa, y de programa en programa, algunos analistas se refieren a él como el nuevo ídolo de los argentinos. Ya la sociedad consumista, aquella que compra sin saber qué compra, adquiere las primeras informaciones “necesarias” sobre el personaje: novia, gustos, probables romances, habilidades extras, pasado, familia, tradiciones.

¿Se trata de la famosa necesidad de contar con ídolos? ¿Es que se puede pasar tan rápido de la nada a los “amigos del campeón”?

Aquello que podríamos llamar “el fenómeno Maravilla” es la expresión de un país que aún no ha meditado sobre las bondades o maldiciones del apresuramiento. Ya alguien como el escritor Carlos Piñeiro Iñiguez lo llama “El Firpo del siglo XXI”. El periodista Silvio Santamarina, abrumado por una originalidad que lo abandona, escribió que el caso de Maravilla era una metáfora de los argentinos (es decir de nosotros) y simplificó todo a esta frase: “nos aburríamos de triunfar, nos relajamos, ponemos todo lo logrado en riesgo innecesario, y a la lona. A un paso de la derrota, hay que sacar fuerzas del alma para levantarse. No podemos noquear porque nos falta algo, nos duele algo, estamos rotos. Angustia, drama, épica: nuestro guiso nacional. Nos deja fríos la supremacía pareja y sin sorpresas de los nórdicos, o los chinos. Nos fascina la tortilla que se da vuelta en la cuenta regresiva. Lo nuestro es la revancha”.

Todo ello para explicar que el tremendo y cinematográfico último round de la pelea en Las Vegas era el resumen de dos, tres, o vaya a saberse, cuatro siglos de argentinidad.

Y Maravilla es simplemente un boxeador. Con toda la carga de una actividad que busca las consagraciones de la manera más antigua que la mala fama del hombre tiene: destrozando al otro. El boxeo, como tantas otras vías que la humanidad tolera, es la escalera que permitirá llegar a la gloria que la vida común no otorga.

El mundo de los boxeadores nos parecía más sencillo hasta que lo conocimos en sus entrañas. “Mire señor, yo no tengo plata, ni boxeo por la plata, yo quiero ser alguien en el mundo”, nos dijo hace 30 años un humilde pibe que ya ni el nombre registra nuestra memoria de cronista inicial, buscador de promesas en el viejo gimnasio del Luna Park.

Maravilla ha llegado al logro mayor. Reconocible en las aceras y en los restaurantes, cada vez que regrese a la Argentina, tendrá horarios prime time, buen seguimiento de cámaras y un voluntarioso pueblo que lo elevará a la categoría de titán.

¿Algún problema? No, qué va. Todo lo contrario. Es preferible un Maravilla contando su vida en el living de cuanto programa chimentero deambula por la TV paga, que las memorias de algún empresario apropiador de empresas, de bienes, o de dignidad humana.

Las penurias de nuestro periodismo requieren de la salida luminosa de una celebridad que acumule dinero, triunfo y pinta. Monzón había sido el hombre ideal para muchas horas de rating, folletines y películas. Ahora, cuando la hora de Maravilla resuena, a la inocencia de su buen momento, preferimos contraponer las reflexiones sobre el silencio a los otros.

(*) Nota publicada en Revista Caras y Caretas en octubre de 2012