Videla en el Mundial 78

Por Pablo Llonto (*). Devolver la Copa del ‘78 sería un gesto para demostrar que no somos insensibles ante la evidencia de una historia horrible que nos involucra. Preferimos la fantasmagórica FIFA a las manos de un genocida. Descolgar un cuadro, o devolver la Copa para que luego nos la entreguen otros, son actos mínimos de reparación.


Qué culpa tiene el tomate
que está tranquilo en la mata
y viene un hijo de puta
y lo mete en una lata
y lo manda pa’ Caracas.

Cuándo querrá el Dios del cielo
que la tortilla se vuelva
que los pobres coman pan
y los ricos mierda, mierda.

(La hierba de los caminos, canción de los republicanos en la Guerra Civil Española)


La Copa está allí, en la foto, y sufre su propio drama. Entre los dedos de Videla y las sonrisas de Agosti y Massera.

En aquellos momentos, la Copa fingía tener la felicidad del tacto. Hoy, la dorada Copa, también maldice el momento en que los fotógrafos del mundo apuntaron hacia ella para dejarla como crucificada en la historia del horror.

Pero la culpa no es de la Copa, como tampoco es del chancho. Y mucho menos del tomate.

Entonces urge un remedio: al menos hay que devolver la Copa. Devolverla porque la Copa del Mundo de 1978 fue manchada por dos afrentas. Y las afrentas se lavan.

La primera es la amargura de una entrega que nunca debió ser. Jamás la FIFA, aún la FIFA de Havelange y sus malditos dirigentes del ‘78, debe poner en manos de los gobiernos de facto una ceremonia. La Copa del Mundo pasó de las manos de un asesino a las manos de un capitán de Selección.

La segunda es que un equipo (y también nosotros, es decir, un país), debieron reaccionar a tiempo y no permitir que Videla llegase, ni siquiera, al palco de un estadio.

Los tiempos democráticos siempre tienen recetas para reparar los suplicios de una dictadura. Por ejemplo: se anulan leyes, se retiran placas, se cambian de nombre a las calles, se mandan al quinto infierno a los monumentos, se anulan sentencias militares, se reparan legajos de exiliados y desaparecidos.

El fútbol ha tardado mucho en hilvanar reparaciones. Apenas llevamos unos años con el cumplimiento de un minuto de silencio en los estadios ante cada 24 de marzo. Y sólo Maradona permitió que las Abuelas de Plaza de Mayo colgaran una bandera en la concentración de la Selección Nacional durante el Mundial de Alemania 2004.

Pero la foto es la foto. Tan foto como la realidad que retrató. Un Videla, un bigote, una Copa.

Al carajo entonces con ese recuerdo que busca ganarse la eternidad. Las fotos podrán quemarse, guardarse, esconderse. La realidad, no.

Pero otra realidad mejor puede superar a una realidad de esperpentos. Es posible, en forma de símbolo.

Estas páginas proponen una fórmula de autor barraqueño: se llama por teléfono a la FIFA, se le anuncia a Joseph Blatter que la dirigencia del fútbol argentino ha decidido enviar una delegación a Zurich que devolverá la réplica de la Copa del Mundo que hoy se luce en las vitrinas de la AFA.

En el charter irán los cincuentones y sesentones campeones del mundo (todos, incluidos los suplentes), algunos dirigentes jóvenes y, encorvado y tembloroso, un tal Julio Grondona, integrante del Comité Ejecutivo en los tiempos de la picana y los vuelos de la muerte.

Se anunciarán en la sede de FIFA, alguien los invitará a comer unos deliciosos bocaditos suizos y neutrales, y luego, ante la prensa deportiva mundial, procederán a una ceremonia sencilla: vestidos con la camiseta argentina, alineados cuál si fuesen a cantar el himno antes de un partido, observarán como Daniel Passarella deja la Copa vieja en un rincón, muy cerca del tacho de basura. Todos escucharán la nueva versión de la canción patria, se izará la bandera y un encorvado y tembloroso Blatter les entregará el trofeo actual, y su respectiva nueva réplica, ante el auditorio generalizado (y ciertamente más democrático que Videla y compañía) que aplaudirá como quien aplaude la segunda soplada de velitas en un cumpleaños infantil. Listo. Después pueden platicar de temas diversos. Por ejemplo, en qué pared del edificio de Viamonte se colgará la nueva fotografía para que las generaciones se pregunten “che, papá, ¿por qué les dieron la Copa siendo tan viejitos?”

¿Y los demás qué hacemos?

Este cronista tenía 18 años cuando el jueves 1 de junio de 1978 sonó el pitazo inicial del Campeonato Mundial. No fue a la cancha, no visitó subsedes, no pidió autógrafos ni siquiera al arquero suplente de Túnez. Pero subió a los trenes, marchó al Obelisco agitando celestes y blancos trapos y cantó canciones antibrasileñas gestadas por una multitud racista y nacionalista.

No formó parte del batallón de estudiantes secundarios, de blazer azul y conciencia atrasada, que un día después de la final se juntaron por miles en la Plaza de Mayo a gritar que Videla saliera al balcón de la Rosada a saludar como si fuera un jugador más del team de Menotti. No sabe el cronista por qué esa tarde no fue a la Plaza. Pero imagina que debe haber sido por una cuestión de obligaciones, no por una cuestión de rebeldía. La rebeldía estaba resistiendo en el exilio, o con las Madres, o en las salas de tortura y las cárceles.

El Mundial ‘78 no fue una obra de militares y servicios de inteligencia. Fue una obra colectiva de un pueblo que tenía tantas vendas como medios de comunicación cómplices de Videla existían. No podíamos ver suena tan preciso como “no queríamos ver”.

No se nos ocurre un acto que plasme el desagravio de quienes, asistentes al Mundial o a sus festejos, así lo deseen. O quizás ya lo estamos haciendo, entre millones, desde 1982 en adelante, llenando calles, admirando a Madres y Abuelas o simplemente votando a todas las expresiones de la política nacional popular y revolucionaria que los milicos quisieron hundir en el fondo del Atlántico.

No somos los únicos, quédese tranquilo. Otros pueblos, aún más veteranos que nosotros en esto de soportar dictadores, aún se las ingenian año tras año para multiplicar gestos y hechos culturales que tachen y tachen cada acto de los tiempos crueles y repugnantes.

En la serie realizada para la TV alemana Nuestras madres, nuestros padres -sobre el rol de los germanos durante el nazismo- se ve a un ex militar quemar su uniforme y vestirse de civil para “ayudar a reconstruir a Alemania”. Como en otras obras, la idea es mostrar, poco o mucho, qué fue de la culpa colectiva del pueblo alemán. Una madre de 82 años, Ulla, confiesa que había sido educada para creer que Hitler era un padre colectivo de la nación y que había dado gracias a Dios cuando se enteró que el dictador había sobrevivido a un atentado. “Aún me avergüenzo de ello”, admite.

Unos meses atrás, este cronista que también es este abogado, participó de un acto atípico. En una habitación de seis por cuatro, con la jueza Martina Forns de por medio, escuchó durante seis horas a Jorge Rafael Videla dar testimonio de sus mentiras sobre una causa de lesa humanidad. Careado con otro general de la muerte (Santiago Riveros) que lo trataba de “cagón” por no asumir que ordenó escondieran el cadáver de Mario Santucho, Videla era un ser de otro mundo; un mundo colmado de miserables.

Cuando el genocida estiró la mano, antes de ser llevado por el Servicio Penitenciario, ni el abogado ni el periodista retribuyeron el gesto. Era la mano de la Copa.

En los últimos segundos de esta nota ingresa una noticia mínima, pero conmovedora. El Concejo Deliberante de Villa de Merlo en San Luis consultará a sus vecinos si desean cambiar el nombre de la calle Mundial ‘78.

Gane el NO o gane el SÍ, al menos hay una certeza: a dónde vayan, los iremos a buscar.

(*) Columna publicada en Revista Un Caño en junio de 2013