Te recuerdo, rubia tarada de Hoyts General Cinema, sucursal Abasto, sentada en mi fila, contigua, liberando la mano en la pegatina inmunda, sin registro del atracón, del engorde, chocando molares a mandíbula abierta, dándole en la boca al gordito de gafas, y después piquito, risita nerviosa, tocándonos codo con codo para agravar mi cuadro obsesivo. Somos exclusivos, nos separan en anchas butacas, a su vez aisladas por pasillos por los que circulan las hormigas que nos sirven, agachadas y tratando de no distraer, de no molestar, aleccionadas para la sonrisa del primer McDonald’s: proveen a nuestros vasos y platos estables en las cómodas bandejas.

Te recuerdo vaso de plástico del Hoyts General Cinema, Abasto, cómo tambaleabas en el agujero sin fin. Estaba alterado, disperso, pensando en el frágil equilibrio del tarro de pochoclo en el apoyabrazos mínimo, de plástico, cortante hasta la lastimadura explícita (sangre y cascarita). Nos concebían como espectador hiperquinético, inquieto, necesitado de múltiples focos de atención, bien zapping.

Acá  estamos, en cambio, los Premium, a esta altura panza llena y sedientos (tendencia a saturar de sal papas y sandwich) inducidos al descanso por el reclinado completo, piernas en alto, poco menos que “en cucharita”. Esta es disfuncionalidad de un tipo más benéfico que su par de shopping vulgar. A la inquietud inicial que nos generó el espacio desclasificado, insólito, con camas y reproducción de un ámbito privado (alfombra mullida, desayuno a la cama) le sigue el relajo, la cómoda interacción con el empleado instruido para la amabilidad contraria al gruñido de los chicos Hoyts populares. Fluye la comunicación entre las partes (si con mostaza o ketchup, si te pago ahora o a la salida, que cómo hago para seguir reclinando el asiento…) a pesar del ruido molesto, la película, que podría interferir al momento de elegir en la carta y formular el pedido, o cuando se cierran los ojos, pero eso no sucede y dormimos la siesta.

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