MAR DEL PLATA 2011/
Latinoamericanizada

MAR DEL PLATA 2011

/Por: Adriana Amado. ¿Mar del Plata está feliz? podría preguntarse la ciudad en un aviso si no fuera porque una gaseosa le ganó de mano. Y debería estarlo porque en una semana tuvo un festival de cine de módica aspiración internacional, una feria del libro demasiado de cabotaje y los onomásticos juegos Evita. La ciudad está exultante en noviembre, con suficiente sol para que esté brillante pero aún sin la opacidad de la invasión turística del verano. Pero ¿está feliz?

Mar del Plata es una ciudad testigo porque sabe indicar como ninguna las épocas sociales que la atraviesan. Fue burguesa cuando el patriciado construía sus mansiones normandas con brisa de mar. Fue sindicalista como pocas cuando los obreros empezaron a gastar ahí sus vacaciones. Fue playboy cuando Donald, Sandro y Enrique Carreras filmaban las vacaciones setentistas con las olas y el viento. Fue crítica su situación en las crisis. ¿Y hoy?

El extraño de pelo largo y pantalón cargo que inauguraba la exhibición en el viejo cine Ambassador me dio la clave. El señor tomó el micrófono, y así de prepo, sin la cortesía de dar su nombre, usó de excusa una película de Brasil para bajar su mensaje: él estaba contento porque “ahora” el festival le iba a dedicar el espacio que merecía la cultura que nos unía a los hermanos latinoamericanos, porque “ahora” se escuchaban todas las voces, y por eso “ahora” podíamos ver estas películas que hablaban de nosotros y de nuestros problemas. Se apagaron las luces y nos dejó con dos mujeres en un pueblo abandonado en el "sertão" brasileño, que dialogaban con los espíritus del pasado pero no entre ellas, por eso no se ponían de acuerdo en enterrar un recién nacido que la hija había traído muerto de la ciudad. El agobio que crecía con el correr del filme estalló en quejas del público cuando la protagonista degolló en primer plano la única gallina de su pobreza, destinada al caldo que ofrecería a sus antepasados. Una viejita se levantó indignada al grito “Ah, ¡no!, es lo único que faltaba” y se fue, valiente, mientras los pusilánimes permanecimos tratando de dilucidar cuánto teníamos de hermandad cultural con ese cine.

Salí rumbo a los lobos marinos (que en el festival me dijeron que se llaman Tony y Quique) con desasosiego pero con la inquietud de la cultura común. Porque para eso están los festivales y sus portavoces, para dejarte inquietudes. Y para entender que Mar del Plata también ahora estaba encarnando el espíritu de la época. Evocando una samba que le escuché a Caetano, caí en la cuenta de que la ciudad estaba, como la programación, “americanizada”. Más precisamente, latinoamericanizada, como otras ciudades que combinan sin culpa el mundo de los que pueden más con el de los que cada vez pueden menos, que brindan espacios donde los extremos sociales tienen algún encuentro.

La ciudad, hacia el Torreón, reinauguró playas con superficies vidriadas con vista a los monoambientes de lona que se alquilan en las playas. Hacia el centro, reposeras y fichines. Al sur, franquicias gastronómicas diferenciales. En el centro, tenedor libre, megapizzas, superpanchos, triple milanga y demás desmesuras de la comida del hambre. Grandes superficies con marcas de lujo en un extremo de la peatonal. Y en la otra punta, a metros de la alfombra roja del Hotel Provincial, shopping a cielo abierto donde esas marcas de lujo se conceden, truchas, al comprador de los últimos escalones de la subsistencia. Donde se puede conseguir unas Naik a trescientos pesos, un equipo Lacós a dos-ochenta y unos anteojos Raiman a veinte. Todo en democráticos puestos de idénticas dimensiones y toldos comunes que ofrecen también caracoles, camisetas federadas, tatoos, sahumerios, tarot, termos, collares, camisones, zapatillas con resortes, con tiras, con logos. Zapatillas y libros (la colección completa de Stamateas y Majul en auténticas “ediciones rústicas”). Y polímeros. Polímeros en todas sus manifestaciones.

La ciudad levanta los ojos hasta más allá de la playa como para no ver a los mercaderes. Las marcas hacen la vista gorda a su propio plagio y conceden a mitad de precio mercaderías ilusorias para que el pobre juegue a ser consumidor VIP en esos shopping centers de la vereda. La autoridad cede espacios municipales al nuevo opio de los pueblos, el consumo que apacigua la pobreza contingente del comprador y el vendedor, que disfrazan con baratijas la falta de una opción mejor. El mercado sabe que en la falsificación está su lozanía y deja hacer. En los pasillos de la Saladita del Atlántico no estás en Mar del Plata. Estás en cualquier ciudad de Latinoamérica, en cualquier salida de estación de transporte, en cualquier mercado de abalorios. En el no lugar de las no clases. Ahí sí, en el Paseo de compras Rambla Casino, está la cultura que nos hermana.

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