Por Gustavo Noriega. Una de las cosas que me gusta del fútbol es que tiene una lógica interna perfecta, que no necesita del mundo exterior. Más que no necesitarlo, lo niega. Atrapado por el interés que me provoca, mientras veo un partido de fútbol no tengo enfermedad ni me acecha la muerte. Todo queda entre paréntesis durante el tiempo que dure el juego y mis pensamientos sólo van interrelacionando equipos, técnicos, goles, estilos de juego, posiciones en la tabla y promedios. Es mi derecho disfrutar del fútbol mientras veo fútbol y que sea solo ése mi contenido mental.
El Fútbol para todos nos rescató del tratamiento siniestro que hacía TyC y canal 13 de las imágenes futbolísticas a un precio económico que no podemos mensurar porque este gobierno hace todo lo posible para que nos dispongamos de la información necesaria para hacer nuestras evaluaciones. Sin embargo, sabemos de otros costos. El más inmediato a pagar fue el de la renuncia a la autonomía moral del deporte. El fútbol ya no es aquel divertimento popular democrático que mantenía en suspenso cualquier creencia política a lo largo de la duración del juego. La primera urgencia que nos impuso el FPT fue al terminar el primer tiempo, cuando comenzó a saturar esos quince minutos con propaganda oficialista, costeada por todos los ciudadanos. No se trataba de campañas de vacunación, información sobre obras públicas o datos sobre impuestos. La coyuntura política hacía que una semana la víctima de la publicidad fuera un diario, un gobernador o un político opositor. Tuvimos que desarrollar reflejos como los de un arquero para saltar con el control remoto y poner el aparato en mute para no escuchar las continuas y arbitrarias difamaciones. Dinosaurios deportivos y políticos como Marcelo Araujo y Julio Ricardo no se privaban de sus torpes elogios al gobierno pero se cuidaban de hacerlo fuera del tiempo en el que se desarrollaba el partido.
Así, de pronto, apareció Javier Vicente, el periodista deportivo que hace propaganda oficialista mientras relata. Vicente se puede referir a la “cadena del desánimo” o exclamar: “¡Los goles que poseían los profetas del odio ahora son de todos!”. Su intervención no permite opciones, o renunciás al audio del partido o sos pasible de recibir sus monsergas políticas.
Su intervención es triplemente violenta. En primer lugar, rompe con esa benévola ficción democrática del fútbol en donde todos somos iguales, hayamos votado a la fórmula ganadora, a la que menos votos consiguió o ejerzamos nuestra legítima indiferencia. En segundo lugar, lo hace mientras debería hacer otra cosa. Las funciones de Javier Vicente, así como las de cualquier otro relator, son eminentemente relacionadas con lo deportivo. Hacer expresión de sus ideas políticas particulares en un espacio obtenido por sus dotes relacionadas con el mundo deportivo es un contrabando inaceptable. En tercer lugar, lo hace desde el poder. Su posición es, nada sorprendentemente, coincidente con la posición del partido gobernante. Sería una pesadilla que haya además de Javier Vicente un relator que hable bien de Macri, otro de Binner y así sucesivamente. Al menos, ese pastiche ridículo de locutores partidarios simularía una igualdad de oportunidades políticas. Hoy, la violencia ejercida por Javier Vicente se agrava por ser una violencia ejercida por el Estado, que debería ser neutral respecto de las ideas políticas de los ciudadanos.
El poder ejercido desde el Estado, en forma arbitraria, en función del partido que está en el gobierno, abarcando ámbitos que no tienen nada que ver con lo político, recibe un nombre y ese nombre es fascismo. Javier Vicente no es el relator del pueblo, es el relator fascista.