TRAICIÓN EN MALVINAS
La gran novela de Fogwill

CiccoCicco recomienda. Ahora que murió a los 69, todo el periodismo literario se apura a aplaudir a Fogwill, ese loco bárbaro, ese viejo cocainómano, último bastión genial de la narrativa vernácula. Pero en tren de aplaudir rapidito, los periodistas mezclan libros menores con obras mayores, aciertos con pires de drogón.

Una vez, le elogié su novela “La buena nueva” y Fogwill prácticamente me trató de pelotudo. “No tenés que elogiar cualquier cosa”, me advirtió, quien juzgaba esa novela como descartable. “Si no, perdés crédito. Te convertís en un boludo”.  Él no respetaba al elogiador profesional. El que elogia porque sí, sin separar paja de trigo. Así que, honestidad brutal.

En lo personal, nunca aprecié  a Fogwill como poeta. Ni siquiera en “Partes del todo” y “Lo dado”, según sus críticos y según él mismo, sus mejores obras del género. El poema no era, creo yo, su hábitat natural, no podía desplegar sus ramas, sus mejores frutas no crecían en su… bueno, suficiente con la comparación.

Aún cuando tenían un gran arranque, no llegué a terminar “La experiencia sensible” ni “Vivir afuera”, algunas de sus últimas novelas. Me perdí en sus infinitas disgresiones, su gran ambición, la trastienda política que a mí, le voy a ser sincero, siempre me interesó poco.

Disfruté, en cambio, de su narrativa corta. En especial, sus colecciones “Pájaros de la cabeza”, “Restos diurnos” y, naturalmente “Muchacha punk”, título de su mejor cuento, el top de lo top: Londres, romance rockero, un personaje de doble faz.

Pero quería hablarles de otra cosa, pues Fogwill concibió una de las grandes novelas argentinas, a la altura –ya el tiempo lo juzgará- de “Rayuela”, “Adan Buenosaires” o “El juguete rabioso”. Escrita en un impulso de escasos días, “Los pichiciegos” es la gran ficción de guerra de Malvinas. Torcido y oral, su estilo es único en sí mismo. Un esfuerzo mental tremendo de alguien que nunca viajó a las islas y que confesaba podía escribir con una verosimilitud asombrosa sobre asuntos que tocaba de oído.

Los pichiciegos” es lo más argentino que vayas a leer en tu vida. Escrita durante la recta final del conflicto, es una novela que, como todo clásico, trasciende su género. Sucede con lo sublime: es, en esencia, principio y fin de algo irrepetible, indefinible.

Cretinos, rapaces, un batallón de argentinos liderados por el Turco vende secretos a los británicos a cambio de chocolates, cigarrillos y mejoras en las comodities de sus trincheras. Los pichis hablan como colimbas de carne y hueso, cagados de frío, ante un adversario temible frente al cual lo único que queda hacer con él es negociar, traicionar y sacar partido. Las trincheras y el frío: nunca las vas a ver mejor contadas que en las  descripciones de Rodolfo, quien decidió quitar el nombre propio de su firma pues sonaba, Rodolfo y Fogwill, cacofónico y él, que se fijaba tanto en la métrica y las palabras –por algo creó, en sus tiempos de publicitario, latiguillos inoxidables como “Jockey, el equilibrio justo”-, no podía tolerarlo.

Los pichi ciegos” es la respuesta argentina a los relatos excepcionales de guerra del norteamericano Tim O’Brien, un escritor que, a diferencia de Fogwill, combatió, de verdad, en Vietnam. Antes de terminar, una muestra gratis del gran Fogwill en su punto caramelo, en su tremenda veracidad bélica, en el detalle minúsculo que traza el gran marco del conflicto: “Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas los llevaban hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se acostumbraban a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie”. “Nunca se deben iluminar las caras con la linterna. Al principio, cuando alguien pedía la linterna, siempre la pasaban prendida, dirigiéndole el rayo de luz a la cara. Así se producía dolor: dolían los ojos y dejaba de verse por un rato. Abajo –por tanta oscuridad- y afuera, andando siempre de noche y en el frío, la luz duele en los ojos. Alguien alumbraba la cara y los ojos se llenaban de lágrimas, dolían atrás y enceguecían. Después las lágrimas bajaban y hacían arder los pómulos quemados por el sol de la trinchera”.

Si no te comprás este libro, sos un reverendo boludo. Te va a ir pésimamente en la vida. Y seguramente, en pocos días te pise un tren.

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