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Por Juan Terranova. Lunes. Hoy, hacia las cinco de la tarde, la vi a Beatriz Sarlo. Iba a cruzar Corrientes hacia el sur y yo venía desde el centro. Mi primer reflejo fue a saludarla. Sin embargo, recordé que hacía unas semanas le había dejado en su buzón mi último libro y la casualidad me pareció una descortesía. No tenemos trato y el tema del libro habría surgido para incomodidad de los dos, tanto si lo había leído como si no. Seguramente volvía del Colón donde está trabajando en una ópera sobre Victoria Ocampo. Seguí caminando por Corrientes, pensando en Victoria Ocampo, en el Colón y en la ópera. Paré en algunas librerías de saldo y cuando tuve que esperar el semáforo para cruzar Paraná ya me había arrepentido de no saludar a Sarlo y había repasado los tres momentos por los que había pasado mi relación con sus libros. Las sorpresa y curiosidad de estudiante neófito, la ligera crítica y desconfianza de estudiante avanzado que sigue siendo neófito, y finalmente esa comprensión respetuosa que se adquiere cuando se cultiva la lectura constante en el tiempo y en el espacio, que roza lo familiar. Cuando llegué a destino comprendí que no la había saludado porque de una manera un poco infantil quiero seguir siendo su lector. Y esa distancia, la que no quebré en la calle Corrientes, zona del espectáculo, creo, nos favorece a ambos.
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Por Juan Terranova. Lunes. Uno siempre puede empezar un relato con un strange fact. Sobre todo si es algo hermoso y contundente y crea algún link mental, si fuerza alguna metáfora, si extravía un poco el sentido para recobrarlo de otra manera. Por ejemplo, se puede decir que los piojos logran saltar doscientas veinte veces su altura. Si un ser humano pudiera hacer eso, significaría que podría saltar por arriba de dos, no una, sino de dos pirámides de Egipto. Y enseguida, este strange fact se pude rubricar con una alusión resignada al estilo “pensar que hay veces que no me puedo ni levantar de la cama para ir al baño”. Los strange facts también sirven para empezar la semana. Aunque empezar la semana siempre es más difícil que empezar un relato.
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Por Juan Terranova. Lunes. “Non c'è paese in Italia, tutti diversi, che non abbia un po di paradiso” me escribe Edgardo Cozarinsky comentando unas fotos de mi viaje. Ayer pasó el Bloomsday y revisando esas fotos me doy cuenta que me quedé con ganas de tomar una cerveza y comer algo en el James Joyce - irish pub - risto pizza de Cosenza. Con lo que le disfrutaba Joyce el desgarre semántico, Italia y los dialectos, difícilmente su fantasma habite las Islas Británicas. ¿Rondará ese ectoplasma el húmedo santuario San Francesco Di Paola donde se exhibe una milagrosa bomba que cayó durante la Segunda Guerra y no explotó? El Bloomsday hay que festejarlo en Consenza o en Nápoles. A Dublin van los alelados, los corruptos de nervios, los faltos de imaginación. Nadie puede creer que el viejo ciego disfrutaría la salamera y previsible rutina de actores mal disfrazados voceando a los gritos sus obras por las calles.
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Por Juan Terranova.Lunes. Me fui unos días a Italia. Volví hoy. No compré libros. Me traje unos Diabolik, il giallo a fumetti, y un tío me regaló Vecchia Calabria de Norma Douglas. Hace unos años habría cargado un pequeña biblioteca de vuelta. Hoy con el Kindle no tiene sentido. ¿Por qué no habrá prendido Diabolik en Argentina? Los lectores de Columba lo disfrutarían y lo entenderían sin mediaciones. Quizás por la existencia misma de Columba, y autores como Robin Wood, instalarse se le hizo imposible. Diabolik me gusta. Disfruto el italiano eficiente y rústico, funcional, en que está escrito y sus pliegues morales y estéticos me seducen pese a su aparente simplicidad. Al mismo tiempo reconozco que Wood es mejor que las hermanas Giussani. Debería haber comprado un Nippur para escuchar como suena en italiano. Detrás de todo, de mi viaje, de mis compras, de mis olvidos, la pequeña Italia, la del comercio, la del fumetti masivo, la Italia sufrida y a penas burguesa de la dopoguerra. El sur desdoblado en patria chica y ciudad grande. La questione meridionale y Buenos Aires. Cómo no ser fatalista, cómo no ser católico, cómo no honrar la alegría del mal gusto y elogiar la buena educación y la gestualidad extrema teniendo esas raíces.
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Por Juan Terranova. Los hombres de los pantanos de Federico Sironi apareció en el 2011 por la editorial Nova Express y, salvo por el ojo atento de algunos amigos, pasó desapercibido. Con forma de catálogo, Sironi compone una especie de upgrade sintetizado y drogadependiente del Adán Buenos Aires. Cada entrada de Los hombres de los pantanos describe a un personaje, lo sitúa y perfila. Así Sironi nos cuenta del Hombre Bombacha, un artista plástico invertido que “muchas veces creyó estar embarazado”, del Acertijo, un loco del Borda cuya frase preferida es “¡Soy más malo que Hitler!”, y del Ministro, un asesor jurídico que “lleva en su personalidad la civilización y la barbarie a la vez”. Así se extiende la no tan larga pero siempre intensa colección de soberbios cocainómanos, marginados, trapicheros y profesionales lupenizados. De la mano de inflexiones eruditas y abismales encuentros con la violencia, los cuadros que arma Sironi complejizan la marginalidad. A medida que avanzamos en la lectura, comprendemos que estos hombres de los pantanos no sólo tienen un saber, indispensable para su subsistencia, sino que también pueden aspirar, poseer y administrar el saber. Lejos de la enciclopedia, la información que maneja Sironi parece desgranarse de sus personajes.
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Por Juan Terranova. Domingo a la noche. Tengo un breve diálogo con Quintín por Twitter. Él venía haciendo sus típicos comentarios políticos, mezcla de crítica y queja, y al mismo tiempo relatando un partido de fútbol. La situación me sonaba conocida. Entonces puse: “Me acabo de dar cuenta que @quintinLLP es un loop”. La respuesta no se hizo esperar: “En cambio, yo hace rato que me di cuenta de que sos un pelotudo”. Enseguida escribí: “Ahí está el insulto que esperaba. Queda confirmado. No te enojes, @quintinLLP”. Pensé que me iba a tildar de kirchnerista porque es lo que hace automáticamente cuando alguien le dice algo que no le gusta. Pero no. Respondió de esta manera: “Por qué no me voy a enojar, tarado”. Y yo terminé el intercambio con “Porque quizás, quizás, tal vez, muy tal vez, no vale la pena enojarse e insultar cada vez que recibís un comentario”. Al rato me bloqueo, pero como no protege sus twitts, todavía puedo leer lo que pone. Es una suerte tener a un tipo como Quintín agitando las lagunas estáticas de la intelectualidad argenta. En su paranoia, en su amargura, en su desmesura, lo banco mucho. Sin ironías. Su voz me resulta disonante, agria, aguerrida, y valiosa, una voz atolondrada pero intensa que todo el tiempo nos desafía, como un laberinto de espinas.
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Por Juan Terranova. Lunes. En Marsella, el 20 de julio de 1922, Artaud le escribía así a Génica Athanasiou: “Querida. La noche del martes me desperté como si fuera el fin del mundo. Llegué a las diez de la mañana y dormí hasta la noche. Cada vez que me despertaba pensaba en vos con una tristeza infinita. Y a la noche te lloraba como si ya no existieras. Estaba convencido de que no te volvería a ver. Ayer también aparecieron muchas lágrimas en mis ojos, pero hoy recobro la esperanza. Me acompañás en todos mis actos. Ella estaría allí. Ella me diría esto. Eso es lo que pienso. Nunca he deseado tenerte siempre conmigo”. Termino de leer y Cristino Bogado me escribe de Paraguay para decirme que la Athanasiou era, en realidad, una vampira rumana que claramente vivía chupándole la sangre al poeta. Y pone como prueba irrefutable La concha y el clérigo. Yo apenas me había fijado en la prosa de Artaud, en ese sentimiento arrebatado. Después leo que, en Roma, el papa hizo un exorcismo.
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Por Juan Terranova. Lunes. Me llega una gacetilla de prensa donde se informa la salida de un nuevo libro titulado Sin amor y firmado por Anna Kavan. Como cita de autoridad aparece un fragmento del Times Literary Supplement: “Sin amor está escrito con una intensidad alarmante. Los personajes se delinean contra montañas heladas, frondosos jardines tropicales, hoteles poblados de espejos. (…) El principal interés de la novela reside en una suerte de cambiante incertidumbre acerca de las experiencias que se describen y diseccionan con cabal lucidez". No sé quién escribe estas líneas. No se consigna autor. Aunque estén escritas en el Times Literary Supplement me voy a permitir opinar que salvo por el precio de los libros –este sale ciento veinte pesos– no quedan ya cosas “alarmantes” en la literatura. ¿O me equivoco? La traducción es de Elvio Gandolfo. Contra toda viruta mental, quizás el libro valga la pena solo por ese dato. Gandolfo es traductor excelente y lector confiable. Por otra parte el título me parece muy bueno, directo, de violencia sutil: Sin amor. (Y después de todo, ¿quién no escribió alguna vez adjetivando así, trabándose de esa manera, reproduciendo la prosa institucional que nos garantiza el pan y la esperanza de ser comprendido?).
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Por Juan Terranova. Lunes. Miro la pila de libros de mi mesa de luz. ¿Cómo lidiar con eso? Lo tomo sin ansiedad. La web transformó la idea de “lecturas pendientes”. Después recorro mi Kindle. Más de ciento treinta títulos. Unas diez mesas de luz. En una entrevista, el gran mandamás de Random House Mondadori, Riccardo Cavallero, dijo que el e-book nació viejo. Cito: “El e-book como tal no vale nada. Ya nace viejo. Lo importante es la revolución digital, cambiar nuestra forma de trabajar contando con el lector que está al otro lado. Tenemos que entender por primera vez lo que el lector quiere. Hasta ahora hemos vivido en una burbuja de lujo donde podías casi prescindir de lo que el lector quería”. Habla del editor, del autor, del lector, del consumidor, del distribuidor, ¡del imprentero!, y en ningún momento del crítico, que será, a futuro, la pieza clave del acceso, la criba, la voz taxonómica que ordene, apenas un poco, el caos del libre acceso de la web. Hace mucho, festejando al otoño, Keats se preguntaba “¿Dónde están las canciones de primavera?”. Y Antonio Machado: “Está la tierra mojada/ por las gotas del rocío,/ y la alameda dorada,/hacia la curva del río”.
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Por Juan Terranova. Lunes. Me fijo la cotización del dólar paralelo. (Decir que “leo” la cotización del dólar paralelo sería mucho.) Genera malestar por el solo hecho de subir y subir y no parar. Pero el pesimismo por default me aburre. No tiene costo. Si pasa, pasa. Y si no pasa, si estamos frente a algo diferente, nadie te reprocha luego haber sentenciado lo peor... Ya fije mi punto en eso varias veces. ¡Nos hacemos cada vez más pobres! ¡Día a día, hora a hora, minuto a minuto! También nosotros desparecemos a medida que pasa el tiempo. Nuestras celulas se descomponen y mueren. Por eso, demasiado apocalípsis automático cansa. El final de todo por default. ¿Poesía de la desesperación burguesa? Bien, bien. Argentina, parada sobre la bisagra de la modernidad periférica, repite su destino de angustia doméstica. Dentro de ese cajón de lata se juega todo. A veces se pueden flexibilizar los bordes. A veces no. Hoy prosperidad, mañana desastre, pasado mañana Dios dirá. El que sabe de política lo sabe. Los demás leen Clarín. Pero vuelvo a preguntar, ¿a qué le tenemos miedo? ¿A la hiperinflación de Alfonsín? ¿Al 2001? ¿Qué hay de todo eso que ya nosotros, los nuevos generacionales, no conozcamos? La burgesía profesional a la que pertenezco siempre se las arregla para sacar un poco más de ganancia, para avanzar un par de pasos más. Así que sepámoslo, las cosas se van a ir a la mierda porque es regla. Y ya no solo en los arrabales del mundo. Ahora por lo menos tenemos internet. Digo: No vendo barato mi miedo político. Que vengan los chinos a invadirnos. Estaré en la resistencia patriótica, moriré peleando o sobreviviré y escribiré un libro. Y si se impone el exilio, ni siquiera eso es nuevo en mi tradición familiar.