Por: Juan Terranova. La historia es simple. El poeta Héctor Kamalicoy, nacido en Bahía Blanca pero neuquino por adopción, manda poemas de una dura belleza a un concurso organizado por la filial local de la Sociedad Argentina de Escritoras y Escritores de la Argentina. Gana, sus textos se imprimen y se reparten en los colegios. Luego, algún robot del MPN –Movimiento Popular Neuquino– aparece diciendo que los poemas no son material idóneo para los dulces niños del valle. Así, salta la bronca. Se cruzan solicitadas y aprietes varios. (La defensa que hace la SEA de la elección de los poemas de Kalamicoy es correcta y no deja lugar a dudas sobre la idiotez de las denuncias.) Al cierre de esta edición, la Legislatura de esa provincia decidía qué hacer con la publicación sumando un eslabón más en la cadena de equívocos tejida entre los poderes burocráticos y las expresiones artísticas que “dicen algo”. Acá se puede leer un resumen del asunto. Y acá, en el blog del poeta neuquino Alfredo Jaramillo, otro. Ahora bien, más allá de los beneficios que pueda proporcionar o los estragos que puede causar la censura en una obra estética –ejemplos de ambos sobran–, me gustaría señalar una nota que levantó el asunto desde el diario Crítica. Y ni siquiera voy a hablar de la nota, si no de la relación que entabla con el titular.
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