SOBRE LOS PADRES DE SHEREZADE DE DANIEL GUEBEL
Los cuentos de la buena pipa

Los padres de SherezadePor: Juan Terranova. Leo la excelente reseña que hizo Diego Vecino para Crítica sobre Los padres de Sherezade de Daniel Guebel y me siento interpelado. Había hojeado el libro, pero no estaba de ánimo para ese aire entre fabuloso y decadente que proponía. La reseña, sin embargo, me devolvió al asunto y me fuerza, de alguna manera, a dar mi versión. ¿Por qué? Digamos que se trata de un desafío. Es simple argumentar por qué un libro no te gusta, y es más difícil ya decir por qué un libro te gusta, pero lo realmente complicado es explicar por qué un libro te resulta indiferente.

Cinco cuentos

De los cinco cuentos, La fórmula de los Jesuitas, irónico antes que revelador –y quizás un poco tautológico– fue el que más me entusiasmó. La miseria esteticista y la prosa florida de Un sueño de amor me empalagaron tanto como a la protagonista los dulces que le da su amante (aunque en ningún momento la lectura me forzó sexualmente). De La nariz de Stendhal recuerdo el equilibrio y de Los padres de Sherezade, cierto ingenio borgeano. Por su parte, el regodeo y la perversidad liviana de El secreto de la inmortalidad no me dijeron gran cosa. Al libro entero lo veo como una de esas películas de época que pasan en Movie City. Puede ser divertido espiarlas, pero no por mucho tiempo.

Distancia

Es sabido que las ideologías políticas no conviven. Si se les da la oportunidad, se atacan y se destruyen. Las ideologías estéticas presentan una deriva más tolerable, sobre todo cuando se nutren de nihilismo y cortinas de terciopelo. Es verosímil, entonces, que Los padres de Sherezade tenga lectores. En todo caso, a Guebel le sobran recursos para narrar, pero en este libro al menos, le faltaron intereses reales. “Todo me aburre” parece pensar mientras retrata a sus melancólicos personajes. Pero es mentira. El catálogo de intereses de Guebel es muy claro: le atraen el funcionamiento de la frivolidad, las buenas terminaciones formales y las máscaras. Y sin embargo, cuando escribe “Esta es la historia de una crisis espiritual y sus consecuencias. El episodio ocurrió hace décadas, centurias, en la lejana Rusia de los Zares”, la primera frase me seduce, mientras la segunda me distancia.

Un bastón

La idea del libro como alhajero no me gusta. ¿Qué pensar, entonces, sobre estos retratos de la crueldad ociosa, sobre el armado de espacios míticos donde poner esos oropeles? Pero ni siquiera es esto lo que me aleja de Los padres de Sherezade. El centro de la cuestión pasa por lo que dice Davidov en El secreto de la inmortalidad: “(…) la suprema canallez o santidad de un acto determinado depende bastante del cristal a través del cual se observa. En este mundo todo es relativo”. Acá está la cosa. Ahí es donde Guebel me pierde como lector, ese es el agujero que se come el sentido que puedo encontrarle al libro. Y no se trata de que me resulten refractarios un refrán y una idea contradictoria – “todo es relativo” es un enunciado absoluto y por lo tanto, paradójico–, y tengo en cuenta también que el personaje que habla es parodiado. Más allá, todavía, ninguna de las dos oraciones pueden ser tenidas como la premisa básica en Los padres de Sherezade. Pero sí parecerían describir el estado de ánimo del libro. El relativismo me agota como lector. No por lo simple, sino por lo simplificador. Trabaja, como un Rey Midas de plastilina, ablandando todo lo que toca. “Si tuviera un bastón, sabría mantener al mundo a una distancia conveniente” dice el Nikita Volkof, el viajero melancólico de Un sueño de amor. Me da la sensación de que Guebel se fabricó, al menos en esta ocasión y con innegable elegancia, un libro de relatos para que le proveyera ese servicio.

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