ESCRITORES, ORIGINALES Y FETICHISMO |
El falsificador y los manuscritos |
Por: Juan Terranova. Para empezar, hay que aclarar que “robado” no es lo mismo que “falsificado”. Tomándolo desde un punto de vista estrictamente económico, el robo es un prejuicio muy grave. La sustracción, el hurto, ¿cómo no llorar de bronca frente a ellos? Mientras que la falsificación y su hermana menor, la duplicación indebida, y su hermana mayor, la piratería digital, se parecen mucho más al acto de generar riqueza. El robo puede ser tenido como un arte, pero la falsificación lo es. ¿Quién duda de que hay talento en un copista que a lo largo del siglo XVIII fatiga su retina para lograr un billete perfecto? La reflexión viene al caso por las nuevas aventuras de María Kodama. Según una nota, titulada con hermosa pompa “María Kodama denunció el tráfico ilegal de manuscritos de Borges”, habría algo muy parecido a un complot internacional para aprovecharse de la necrofilia mundial que rodea a las figuras de los grandes escritores. Según se intuye, inescrupulosos artesanos del crimen estarían falsificando las líneas que las trémulas manos del genio trazaban sobre el papel. |
Primera pregunta
Primera pregunta: ¿Dónde hizo la denuncia nuestra querida viuda? ¿En Amnesty international? ¿En el tribunal de La Haya? No, la hizo en México para levantar un poco la mesa de presentación de un libro de nombre más bien tristón. La nota, que salió con fritas y sin firma, aclara: “Hay una investigación internacional en curso, con la participación de la Policía Internacional (Interpol) y otras autoridades, sobre el tráfico ilegal de manuscritos robados de Borges o que son falsos”.
Segunda pregunta
¿Y cómo empieza la historia? Al parecer “la rectora de una universidad en Tokio” llamó a Kodama para “informarle que habían comprado un manuscrito de Borges, y que querían verificar su autenticidad”. Cuidado, sin chiste, no digo que esto sea falso. Más bien todo lo contrario. Ese llamado debe haber existido, querido Watson. Y es muy probable que se haya realizado, diferencia horaria mediante, dentro de los límites de la madrugada porteña. Y ahora Kodama, con su armadura de verdad, deberá viajar a Japón a ver de qué va la cosa.
Incógnitas
¿Convocará la señora Kodama a un equipo de peritos calígrafos, enciclopedistas, académicos y, por qué no, algún que otro crítico literario trasnochado? ¿O resolverá por su cuenta los enigmas que le plantea la escritura de su marido en la tierra del sol naciente?
La falsificación implica elogio, o al menos reconocimiento. Pero en este caso, ¿para qué quieren un manuscrito los japoneses? ¿Qué ocultan detrás de ese horrible fetichismo? ¿Se abre un nicho de mercado tanto para obras originales como también para falsificaciones en el oriente hiper-tecnificado?
Exportación de bienes
Quizás esté, en un estilo muy argentino, malinterpretando la situación. ¿No le cambiamos la cara a la ciudad de Buenos Aires para recibir a los alegres turistas que, favorecidos por el cambio, compran y consumen tango show, cuero de vaca, mate amargo y Puerto Madero? ¿No les damos gauchos, Martín Fierro y San Pedro Telmo, acaso? Desde esta columna, propongo, entonces, que la falsificación de manuscritos se adopte, con las medidas de seguridad pertinentes, como actividad semi-industrial argentina. Si los japoneses quieren manuscritos, no les demos la fantasía de una novela policial por entregas, hagamos manuscritos. Si quieren copias, hagamos copias. Y lo mismo si quieren originales. Según se dice a Picasso le encantaba firmar cuadros ajenos, duplicaciones y falsificaciones incluidas. Y no era solamente de artista que lo hacía. Había risa y vanguardia en su juego. Sí, pero ¿no aparecía también la ligereza de cierta picaresca española que siempre sabe cuándo meter la mano en la canasta ajena?
Fotocopias de estilo
En su novela El profesor del deseo, publicada en 1977, Philip Roth juega con la idea de todavía es posible encontrar una prostituta, ya anciana, que se acostó con Kafka. Promediando el libro, el protagonista de la historia viaja a Praga y sueña, después de una visita al cementerio, que va a ver a la vieja. Durante el sueño, no sin antes responderle algunas inquietudes sobre “cómo lo hacía Kafka”, la mujer le pregunta si quiere tocarle el sexo. ¿Es el sexo que utilizó para satisfacerse el escritor checo? ¿Es verdadera o falsa esa vieja y obscena puta? La escena está muy lograda. Y también resulta una respuesta potente, al mismo tiempo que un reconocimiento muy sofisticado, a la literatura del autor de El proceso. La cito porque me recuerda la duplicación –de cuerpos y almas, imágenes y fornicación– a la que le temía Borges con esa fobia tan intelectual a los espejos y al sexo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que la falsificación de sus manuscritos, como mucho, le habría arrancado una ironía resignada.
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