PUNTOS DE CONTACTO BÁSICOS
Sobre los editores argentinos

Sobre editoresPor: Juan Terranova. Hace un tiempo, Sergio Olguín decía en La mujer de mi vida que el verano era raro porque se paraba la producción de libros y no había novedades. Aunque no llega a ser del todo cierto, y los libros siguen apareciendo incluso en enero y febrero, es una interesante manera de recordar que mientras una legión de mujeres y un grupo reducido de hombres leen en las playas, los lagos y las montañas, los editores descansan, bajan uno o dos cambios, regulan y devuelven la pelota agarrando la raqueta con la mano izquierda.

Verdades a medias sobre los editores

Aunque tengo varios libros para reseñar, algunos de ellos ya leídos, bien acomodados en la pila de la izquierda, ya que están un tanto criogenizados después del esfuerzo que hicieron en noviembre y diciembre por sacar sus novedades antes de que los libreros armen sus vidrieras de temporada alta, prefiero intentar revisar, al menos un poco, la figura del editor de libros. Más allá de si son independientes o dependientes, si son underground o si viven en la superficie, para empezar, estos son algunos de sus puntos de contacto básicos.

La mayoría de los editores se limitan a leer sólo los libros que editan. Rara vez leen “otros libros”. Y cuando alguno de sus autores se pasa de bando y opta por otra editorial, por lo general, ante el comentario de tan ruin hecho, exclaman con una mueca “no es su mejor libro” o “yo le dije que no se metiera con ese tema”. Pero lejos de ver esto como un defecto, hay que dar gracias, ya que hay algunos editores que no leen ni siquiera lo que editan. Pero ese es otro tema, porque un editor que no lee difícilmente puede ser considerado un editor.

Los editores viven escindidos entre el prestigio y las ventas. Sensibles como nadie al elogio, aunque sea mínimo y lateral o descarado y excesivo, quizás por estar tanto tiempo del otro lado del mostrador, los editores juegan a dos bandas. El más sofisticado siempre va a mirar con aire de fastidiosa resignación los números de sus ventas. Y por su parte, el fariseo que montó una fábrica de best-sellers de cabotaje, y cuyo folleto más pelado gotea bien en las liquidaciones, va a sentir envidia o un raro complejo de inferioridad frente al charme que dan los libros premiados y reseñados con entusiasmo. No quiero decir que estos universos no se mezclen. Todo lo contrario. De allí la esquizofrenia sintética que portan algunos profesionales del medio.  

Los editores se quejan. Los libros nunca, jamás, se venden todo lo bien que se tienen que vender. Quizás un libro se venda bien. Lo cual, por lo general ocurre. Pero los libros en su totalidad nunca se venden “todo lo que se espera” que se vendan. Y por eso ellos se quejan.

Los editores son náufragos del sentido. Imaginemos un libro que está destinado a salvar un sello, escrito por un profesional, sobre el tema del momento, bien editado, que llega en el momento justo a las librerías, que no tiene competidores naturales y recibe el beso de la vida de la prensa a nivel nacional. Y sin embargo, pese a todo el esfuerzo, pese a todas las especulaciones, el libro no lo compra nadie. La primera liquidación arroja unos fríos doscientos ejemplares y de allí, a perderse en los infinitos corredores de las librerías para terminar en las templadas mesas de saldos. Este acontecimiento –internamente lo sospechamos– es de una recursividad implacable en el mundo editorial. La máquina del éxito editorial no existe. De allí que los editores contengan su inseguridad a duras penas, revienten cada tanto en su ciclotimia, muestren sin pudor sus peores arrebatos y a veces caigan de rodillas con sus más humildes reverencias.  Los editores de libros navegan el equívoco y si uno quiere navegar a su lado debe dejarse llevar por los vientos que ellos dicen que soplan. Pero nunca opinar sobre la opinión de las velas. En ese caso, el escritor se transforma en el editor de sí mismo, y esa sí te la regalo.

Los editores trabajan mucho. No hay forma de negar esto. Cualquiera que haya visto a uno de cerca puede comprobarlo. Hay editores chantas, por supuesto, tirados a menos, descuajeringados por los años, indiferentes, sádicos, haraganes, pero incluso esos tienen que trabajar. Y más aun si necesitan vivir de lo que editan. Pero incluso si no lo necesitan, tiene que atender normas, leer manuscritos, dar opiniones, soportar el arrasador narcisismo de los autores, hablar por teléfono, incluso a veces cumplir horarios y, cuándo no, las eternas bicicletas dramáticas de los libreros y distribuidores. Muchas veces también por eso se quejan, lo cual después de todo es lógico. La edición no es un trabajo para débiles, como por ejemplo lo es el periodismo, lleno de recovecos donde ocultarse a hacer la plancha o soleadas playas de estacionamiento donde dormir la siesta.

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