LAS 350 DE BUENOS AIRES
El libro de las librerías

tapa  libroPor: Juan Terranova. La primera imprenta del cono sur estuvo en lo que hoy es el Paraguay. La trajeron los jesuitas en 1764. Para la autotestima cultural de nuestra capital, ciudad centralísima en la periferia del mundo, el dato no es detalle. Lo extraigo de El libro de los libros, una cuidada edición en octavo que se define a sí misma como “la primera guía de librerías de Buenos Aires”. Pero si Paraguay imprimió primero, el orden narcisista porteño se restablece enseguida. Buenos Aires es la ciudad de las librerías. En América del Sur, arrasa. “Con tres millones de habitantes (y una importante población diurna fluctuante que también compra en librerías porteñas), hay más locales dedicados al comercio de libros en Buenos Aires que en todo Brasil con ciento noventa millones” dice el editor y librero Guido Indij en la cita presentación.

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Y cuando Indij empieza con los datos, es muy probable que se de una situación de sorpresa y raro reconocimiento. Sí, Buenos Aires es una ciudad de librerías, lo cual significa que es una ciudad donde circulan muchos libros. Alguien puede llegar a preguntar: ¿Cómo? ¿No es así en todas partes del mundo? Y la respuesta es: No, no es así en todas partes del mundo. El patrimonio comercial-cultural de las librerías en Buenos Aires es inmenso. ¿Hay que cuidarlo? Creo que sí. Pero no con falsos discursos, afeites pomposos y moral de almacenero. Lo que hay que hacer es ir y comprar libros ahí. Cuidemos las librerías de Buenos Aires, sí, pero también tengamos en cuenta que controlando el precio de los libros, cuidamos a los lectores.

Déjate guiar

Fácil de consultar y llevar, El libro de los libros es, entonces, una completa y esmerada guía de las trescientos cincuenta librerías de Buenos Aires. Hay muchas formas de leerla. Se la puede tomar como una lista de locales, como un mapa de Buenos Aires, como una guía de recorridos turísticos o intelectuales. Está dividida por zonas: El Sur, El Bajo, Avenida Corrientes, el Centro, el Norte, Palermo, Belgrano y “Riobas”. Pero también por rasgos temáticos: de viejo, de anticuario, de saldos, especializadas. La parte más emotiva del libro, sin embargo, la recorta el propio lector sobre la grilla de la ciudad con su experiencia.

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Leo la parte que me toca y me emociono. Trazando el mapa de mi biografía encuentro los lugares donde compré mis primeros libros y donde sigo comprando. Están las ferias del Parque Rivadavia y del Parque Centenario como hermanas mayores, y también la isla de la Plazoleta de Primera Junta, como prima lejana, pobretona pero no por eso menos querida.

Están Biblos y Gambito de Alfil, frecuentadas cuando iba a la facultad. Están las sucursales de Cúpide, en Rivadavia 5045, y la de Yenny, en la misma avenida, pero en el número 5054, como si fueran casi el mismo local, uno de mano par y otro de mano impar. Está Libro Shop donde una vez compré un libro que había escrito yo y que estaba saldado. Está la librería El Gaucho, de Neuquén al 700, se consiguen ejemplares de El soviet argentino o El Tercer Reich sudamericano. Está Cobra Libros sobre Aranguren, que abrió hace poco. Y Los Cachorros, de Díaz Vélez, enfrente del Hospital, donde comprábamos con mi hermano novelas decimonónicas con olor a cloroformo. Y finalmente está Caligari, ese especie de negocio anfibio –planta baja y subsuelo– sobre el que ya escribí alguna vez y al cual le tengo especial cariño.

Los libros son mercancías

Recomiendo enfáticamente, entonces, la adquisición de El libro de los libros. Es un libro lleno de alegría y puede ser disfrutado incluso por aquellas personas que no son clientes habituales de las librerías de su ciudad. (Quizás sobre todo ellos deberían tenerlo y leerlo.) Sin embargo, a veces avanza demasiado rápido sobre la metonimia y la librería pasa a ser el libro sin cortes ni distancias (El título es, en este sentido, elocuente.) La librería, como los libros, puede ser mítica pero también decepcionante. Incluso las dos cosas al mismo tiempo. Pero aparte de eso, tiene una faceta de la cual los libros carecen, que es la experiencia. Por más subrayado o intervenido que esté un libro la mugre está en ellos armada con palabras. Pero en las librerías, es real. Por eso me llama la atención la frase de la guía con la que Reynaldo Sietecase elogia a Eterna Cadencia. No hablo de la librería, que siempre me pareció excelente, sino cierta concepción del objeto libro y su relación con el entramada social. Sietecase dice: “No cualquiera puede traficar libros. Un libro no es un martillo ni un repollo. Sólo quienes aman los libros deberían estar autorizados a venderlos”. Entiendo que el ánimo es aquí humanista y lo respeto, pero, stricto sensu, si eso ocurriera, simplemente tendríamos menos libros y también menos lectores, porque habría muchos menos lugares donde comprarlos. Lo cual no excusa, por supuesto, la ineptitud –rayana en la imbecilidad– de muchos, aunque no todos, los empleados de las sucursales que las cadenas tienen en los shoppings, para poner un ejemplo. Con respecto al repollo o el martillo, la comparación me retrotrae al famoso “alpargatas sí, libros no”, una frase opaca o esclarecedora dependiendo cómo se la lea. Para usar un libro hay que estar alfabetizado. Si no es así, el libro se transforma en arma de dominación. En ese sentido, Indij acierta cuando sitúa como formadores de lectores –y libreros– al entorno familiar y a la educación pública y gratuita. Sobre estas dos células comunitarias, que parecen sobrevivir, mal que mal, a los malos gobiernos y al desarrollo de un individualismo abusivo, se afirman las librerías porteñas. Una cosa más. Es imposible, o desagradable, comerse un libro. Y resulta muy difícil usarlo para clavar un clavo. Aunque quizás se pueda con el lomo de una vieja enciclopedia, en todo caso, no es lo ideal.

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