AYER Y HOY |
Los escritores suicidas |
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Así, el inventario podría ocupar varias páginas. Armemos, al menos, una lista incompleta. Para empezar, a dos bandas tenemos el Werther de Goethe y el tratadito de Durkheim. Héroe romántico y principio de la sociología. Encerrados entre esas fecha de publicación, se abren un sin número de narraciones decimonónicas –muchas veces simpáticamente ingenuas– que incluyen autores sobre todo sajones. Un ejemplo, Robert Louis Stevenson dio a conocer en 1882 El club de los suicidas. Su prosa simple sirvió de motor amplificador. Los epígonos directos, como Maupassant, o sus influenciados no tan directas pero sí evidentes, como mucho de Enrique Vila-Matas, merecen quizás más relecturas que los originales. Es curioso que pocos autores toquen el tema, más espinoso, de los suicidios fallidos. ¿Quién puede negar que la decisión de irse, si es limpia e higiénica, resulta un triunfo de la voluntad humana? Narrar al que queda estropeado por las ineficientes pastillas, o al que se le corta la soga y se rompe la espalda, narrar al lisiado, al sobreviviente, siempre es más difícil, e insisto, menos metafísico. Relaciones del deseo y la conciencia, punto oscuro de la vida en la decisión de muerte, si la negatividad triunfa, al menos triunfa algo. Creo que lo dijo Katherine Mansfield (¿O era Virginia Woolf?): “Me hundo con todas mis banderas arriba”. En cambio el que ni siquiera se puede matar, y encima queda tirado en un charco de sangre y vómitos…
Lo de Salta, en todo caso, es hoy, o ayer mismo, y el suicidio cercano siempre conmueve. (La poesía la ponen esta vez los lugares que sirven de escenario: Pozo Verde, Los Naranjos, Rosario de la Frontera... Imaginemos los agrestes desiertos del NOA, el calor, el sol en el horizonte. Qué fácil se hace las cosas el tardo-romanticismo que nunca se termina de ir.) Pero no necesitamos irnos tan lejos. A mediados de la década del 90, una profesora que enseñaba literatura argentina del siglo XIX en la Universidad de Buenos Aires se suicido tirándose al vacío desde el balcón de un departamento porteño. Yo la había tenido como docente y era una persona amable, sensible, incluso bella. Me enteré en un pasillo, antes de entrar a otra clase. Recuerdo muy bien las pobres explicaciones: “La madre estaba muy mal y ella, muy deprimida…”. Después también se suicidó Gilles Deleuze con método similar. Pero el filósofo estaba enfermo, era francés, famoso, vivía muy lejos y yo nunca lo traté personalmente. Deleuze se podía suicidar. Más cerca en el tiempo, Foster Wallace cerró la puerta de su vida para que los editores lo relanzarán. Y todavía más cerca, apenas hace algunos meses, Gabriel Bañez dijo en su casa de La Plata que hasta acá llegaba la cosa. Dejó varios libros que recomiendo sin pudor ni temor a equivocarme. Perdone el lector si olvido en este recuento a sus suicidas favoritos. Justamente mi idea es trasmitir la certeza de que la lista siempre queda abierta y resulta incompleta. En mi caso, lo de Salta me llevó a recordar a Carlos Correas, un tipo que hubiera reído con resignación del link que hizo mi memoria. Correas fue un prosista afilado y dinámico, un crítico duro y un intelectual que administró la negatividad como nadie o casi nadie en la Argentina. Vivió en la Calle Pasteur, ignoro a qué altura, en Balvanera y si mal no recuerdo también en Palermo. Se suicidó por balcón el 17 de diciembre del 2000. La fecha, elegida o casual, no fue errada. Correas declinó el ofrecimiento de avanzar sobre el siglo XXI y su desastroso y criminal principio. ¿Cómo hubiera tomado el ruido de los blogs? Supongo que con indiferencia. A veces fantaseo con averiguar o descubrir la dirección exacta del Gran Salto y este fin de año, cuando se cumpla una década de su decisión, darme una vuelta –de noche, por supuesto, y sin aspavientos– a modo de simple homenaje.
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