DE LA MANO DE UN CAOS POCO DESEABLE |
El proyecto de la contra |
|
Decir libertad
Después de leer el prólogo de un pdf que bajé de Internet, me decidí a comprar y leer Los libertinos barrocos, Contrahistoria de la filosofía, III. Luego, “libertino” aquí no posee connotaciones sexuales o, como dice el autor, “no solamente”. Lejos del desenfreno o la sensualidad extrema, la idea central de este rescate pasa por la mesura, el cuidado del cuerpo y, en algunos de los pensadores recuperados, incluso la administración del entusiasmo y los bienes, tanto simbólicos como materiales. A continuación, el gran aporte de estos barrocos, pobladores marginales del siglo XVII, es pensar y pensarse en un más allá de Dios. Dios está. Sí. Perfecto. Pero en la tierra, somos nosotros los hombres los que debemos decidir y guiarnos. ¿Cómo dar estos primeros pasos de autonomía? ¿A quién leer y cómo leerlo? Epicuro y su jardín serán centrales para estos libertinos barrocos que se pliegan una y otra vez sobre sí mismos. Y este primer despunte de lo laico, aclara Onfray, se lo debemos a ellos. Establecida la dirección del ensayo, se los retrata uno por uno.
Inventario barroco
La contra-galería de este singular “Grand Siècle” abre con Charron y su “voluptuosidad prudente, y sigue con La Mothe Le Vayer, Saint-Évremond y Pierre Gassendi. La segunda parte del libro presenta una excelente semblanza crítica de Cyrano de Bergerac y un breve y anecdótico comentario sobre el valor de Spinoza. El capítulo que cierra este tomo se titula “El crespúsculo de Dios” y da pie para el siglo XVIII y su Revolución final, a la que alguna vez Tibor Fischer describió como “el espectáculo filosófico más importante de todos los tiempos”. Con sus altibajos, el esfuerzo de Onfray es válido. Pero resulta llamativo que casi no cite a sus autores. Si se trata de exponer los libros solapados, ¿qué mejor manera de hacerlos hablar que la cita directa? Aquí, entonces, un primer desvío. Onfray parece más interesado en los personajes que en sus libros. Vidas paralelas y la tradición, nada despreciable, de la biografía filosófica, que el mismo autor tematiza: “Gassendi pone la biografía al servicio de la filosofía. La idea es nueva, original, radical y revolucionaria” (Pág. 185) De allí que el valor de sus libros –aunque no de su enseñanza– sea puesto en cuestión, para empezar, por el mismo Onfray. Él mismo no deja de avisar que Gassendi, por ejemplo, era poco sintético y perdió una polémica mal planteada y peor llevada con Descartes; que Evremont escribía únicamente cartas privadas, que Charron a veces resulta inabordable. Cuando terminamos Los libertinos barrocos nos queda una idea fantasmal de qué escribieron estos personajes, pero ellos, como actores filosóficos, nos seducen. ¿Haber sido olvidados resulta argumento suficiente para ser desempolvados? Pese a que Voltaire enterró varios nombres porque le eran indiferentes o desagradables, ellos no construyeron grandes sistemas teóricos ni muchos produjeron síntesis importantes. La mayoría glosaban ya que la época no había elaborado aún el siempre problemático concepto de originalidad. Beneficiando al libro, Onfray se demora poco en las operaciones de solapamiento de estos filósofos. Sin embargo, esta operación y su bochinchera denuncia resultan centrales en su planteo, aunque no por ello más satisfactorias como eje ensayístico.
El mal metafísico
Llegado este punto el andamiaje conceptual del libro resulta un tanto, si no fallido, al menos sospechoso. Como si la metafísica se estirara sin mucha mediación hasta la represión y el fascismo, Onfray plantea desempolvar a los filósofos del cuerpo, los que pensaron en y desde la vida, lejos de las elucubraciones abstractas de la metafísica. Por supuesto, pone citas de Nietszche aquí y allá, para seguir avalando esa furia adolescente que tanto nos seduce a principios de siglo XXI. Los libertinos barrocos abre con un epígrafe de Consideraciones intempestivas donde la historia, “una teodicea cristiana disfrazada”, es presentada “como opio contra toda tendencia revolucionaria e innovadora”. En el tomo IV, Los ultras de las luces, más furioso y ranciamente anticlerical, Onfray elige otra “consideración” poco lúcida pero impactante: “Toda filosofía moderna es política o policíaca”. Represión, opio, policía, ¿qué más fácil, hoy en día, que jugar la remanida carta de la victimización? Apuntalando dicotomías y bipartidismos que no son tales, el concepto de “contrahistoria” fracasa porque la historia del pensamiento es única. Con sus archipiélagos y sus palacios, con sus bordes y sus pozos, más allá del marketing y los envases, la historia es única. El mismo autor parte de Spinoza y Montaigne, dos nombres canónicos, para encontrar a sus libertinos. Y hay finalmente otra recriminación posible. En la senda del pensamiento nacional de Roland Barthes, para el que la literatura era con exclusividad la literatura francesa, para Onfray, con muy pocas excepciones, la filosofía es la filosofía francesa.
Los otros autores
Ahora bien, si la “contrahistoria” fracasa, el libro tiene éxito, incluso llega a entusiasmar. ¿Por qué? O mejor dicho, ¿en qué? Onfray es un excelente narrador, un divulgador eficiente, y eso resulta positivo en esta fase de historiador curioso. (La utilidad de estas características en el ámbito propio de la filosofía se me escapa.) Por otra parte, al buen uso de los tiempos narrativos, hay que sumarle que a los hispanohablantes trazar esta historia en solitario les resultaría tedioso, lento y desalentador, o directamente imposible. Onfray, sin abandonar toda la carga de histeria que lo singulariza, lo hace simple y presenta con claridad un farragoso pantano de libros, tesis de doctorado, informes académicos y reflexiones perdidas en las bibliotecas francesas. Hay, entonces, una pasión en la divulgación, en el compartir y mostrar “los otros autores”, que se agradece. Sin ser un texto escolar, sin caer en pedagogías infames, sin tráficos dudosos, Los libertinos barrocos ofrece buenos momentos de lectura. Por eso, y aquí saliéndome del poco profundo cauce de esta reseña, de mantenerse, la pregunta por la contrafilosofía podría ser respuesta con el periodismo. Pero no el periodismo gozoso de Onfray, ese ensayo liviano que nos acompaña a lugares áridos, sino al periodismo de gacetilla, de recorte y de chicana. La silueta del lenguaje, de la mano de un caos poco deseable, aparece ahí con precisión hiriente. Onfray va en otra dirección y eso siempre se agradece.
{moscomment}