GALILEO INÉDITO/ 
Dos lecciones infernales

LIBRO/Por: Juan Terranova. Editorial La Compañía publicó Dos lecciones infernales, una breve conferencia en dos partes que Galileo Galilei dio comentando las medidas y la forma del infierno dantesco. Estas conferencias, que el astrónomo dio en 1588 delante de la Academia Fiorentina, habían permanecido inéditas hasta mediados del siglo XIX y ahora por primeras vez pueden leerse en español. En el medio de un debate histórico pero también político que enfrentaba a dos de los primeros comentadores de la Comedia, Galileo lee el infierno y nos ofrece especulaciones científicas y literarias de un raro color. Le hice algunas preguntas sobre el trabajo con estos textos a Matías Alinovi, traductor y curador de la edición.

De todas las historias que generaron o protagonizaron estas Dos lecciones infernales, ¿cuál es la que más te sorprendió?

Más que una historia, me sorprende la analogía que puede establecerse entre dos episodios de la vida de Galileo: el de la lectura pública de las dos lecciones, y el episodio central de su biografía, tal como lo concebimos hoy. Galileo es, para nosotros, el hombre que a través del telescopio, un instrumento que tomó de otros pero supo adaptar singularmente a sus propósitos, se aplicó a recoger evidencias empíricas para sostener una arquitectura teórica frente a otra. Eso pudo –y puede–  ocurrir porque dios creó el universo siguiendo una arquitectura que no se nos revela por sí sola. Mirar por el telescopio no es asomarse a la arquitectura universal, sino a lo sumo recoger evidencias indirectas de una posible arquitectura universal. Galileo miró  por el telescopio y vio que el sol tenía manchas, o que la luna tenía montañas. Ahora bien, ese mirar no era inocente, sino que estaba cargado de sentido. O mejor, quería hacer sentido de lo que veía. Porque Galileo se aplicó a mirar por el telescopio con el respaldo de las dos grandes arquitecturas conjeturales del universo: la de Ptolomeo y la de Copérnico. En palabras de Bruno Latour, el astrónomo persigue una forma muy particular de lo invisible: aquella que permite dar sentido a un haz de evidencias. Las dos grandes arquitecturas universales eran teóricas, y estaban diseñadas a priori. Buscaban, en definitiva, interpretar la intención de dios al crear el universo. Por razones contingentes, personales, sobre las que se ha escrito largamente, Galileo decide, antes de mirar por el telescopio, que secundará una de las dos. Es decir, se aplica a recoger evidencias empíricas para sostener a Copérnico frente a Ptolomeo. Todos los elementos de nuestra analogía ya están dados: dos arquitectos teóricos buscan interpretar al gran arquitecto intemporal reconstruyendo su arquitectura original. Galileo aparece entonces en escena para decidir cuál de los dos tiene razón –cuál de las dos arquitecturas teóricas mejor se aproxima a la original, o, lo que es equivalente, qué arquitecto interpreta mejor las calladas intenciones del arquitecto original. Su tarea consiste en recoger evidencias empíricas indirectas a través de un instrumento diseñado por otros, pero que él sabe adaptar a sus propósitos. Galileo se aplica a su tarea, sin embargo, sabiendo a priori a quién apoyará. Lo cierto es que la operación que acabamos de describir es perfectamente equivalente al episodio de las dos lecciones: dos comentadores de la Comedia, Manetti y Vellutello, han diseñado dos arquitecturas distintas del infierno de Dante, tratando de interpretar las calladas intenciones del poeta, porque la arquitectura infernal no se nos revela por sí sola en la lectura del poema. Galileo debe entonces recoger evidencias empíricas dispersas en el texto que sostengan a unos de los dos arquitectos frente al otro –y él, por la razón más contingente, ya ha decidido a priori a cuál de los dos apoyará–, a través de un instrumento que ha sabido adaptar a sus propósitos –en este caso, los teoremas matemáticos que él mismo ha exhumado de la antigüedad clásica. Es decir que en nuestra analogía, el universo es el infierno; Manetti es Copérnico; Vellutello es Ptolomeo; el papel del telescopio es el de las herramientas matemáticas. En conclusión, podríamos leer las dos lecciones como el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del infierno. Lo notable es que de acuerdo a la analogía, Dante es Dios.

¿Le corregirías o precisarías algo a Galileo?

Siguiendo la analogía anterior, que Dante no es dios, y que tampoco descendió al infierno. Pero sería una precisión esperanzada, porque esperaría que él a su vez precisara su opinión sobre Dante, y esa nueva precisión nos condujera a otra cosa, a entender mejor qué pensaba de Dante, de dios y del infierno. Quizás también, con la misma esperanza de entender, le diría que utilizar la regla de tres simple para estimar el tamaño de Lucifer es una suerte de alegre herejía que atenta contra la autoridad infernal. Y que las verdades de Dante son más poéticas que geométricas. Ahora que lo pienso, todas las precisiones provienen de un mismo núcleo de incomprensión: la mente de Galileo.

Si tuvieras que hacer hoy una descripción científica y puntual del Infierno de Dante, ¿qué círculo de pecadores te gustaría describir y por qué?

Habría que encontrar un criterio para elegir un círculo. ¿Por qué describir científicamente un círculo infernal? Lo infernal, me animaría a decir, es lo indescriptible en términos científicos, lo formalmente inabordable. Es lo que le ocurre a Galileo con Lucifer: en cuanto le aplica la regla de tres simple para estimar cuánto mide, de algún modo ya no le permite ser Lucifer. Quizás hayamos encontrado un posible criterio: podríamos describir científicamente aquellas realidades cuyo poder infernal querríamos conjurar. El infierno, en cambio, admite la descripción poética –quizás no es más que una realidad poética–, y por eso los recursos de Dante se adaptan bien a su tema. Los malentendidos empiezan cuando creemos, o fingimos creer, en la literalidad de esa poesía, en el valor de verdad científica de las imágenes. Pero los malentendidos pueden ser fecundos, como en el caso de las dos lecciones.

En el séptimo círculo, el de los violentos, hay un río de sangre hirviente en el que hierven los tiranos, más o menos sumergidos en la sangre de acuerdo al grado de esa violencia. Dante habla del “hervor bermejo”. Atravesando el río se accede al bosque de los suicidas. Como nosotros, Dante piensa que se trata de un bosque más o menos sombrío que alberga sombras desdichadas. Al llegar ve unos arbustos y oye unas voces. Virgilio le dice que corte una rama de un arbusto cualquiera. Dante obedece y oye que la rama se queja, que lo increpa, que le pregunta por qué lo hizo. Los suicidas son ahora arbustos espinosos. De acuerdo a Dante, las palabras surgen de la rama después de que se hubo ennegrecido con la sangre, como el tronco verde que se quema por un extremo, mientras por el otro gotea y silba con el viento que despide. Atravesando el bosque se accede a un arenal sobre el que llueven copos de fuego, como nieve en los montes, si no hay viento. La descripción científica de esos lugares extraordinarios constituiría una suerte de herejía contra la imaginación poética de Dante.   

En tu posfacio a las Lecciones decís: “Una vez que la polémica es recogida por las academias, se tergiversa naturalmente: los académicos quieren demostrar de algún modo una superioridad regional –es su tarea- y Galileo quiere conseguir un cargo. Las complicidades no deliberadas se van encadenando.” El párrafo me resulta justo, contemporáneo y claro, pero ¿podrías decirnos algo más al respecto?

Sinceramente, no sabría decir mucho más. Concibo el problema como el del individuo y la sociedad. Alguna vez pensé en escribir sobre el tema del modo más general posible, tratando de entender qué formas de relación entre lo individual y lo colectivo han sido concebidas. La biología evolutiva, por ejemplo, concibe una ontogenia y una filogenia: cada individuo remonta a través de su vida las etapas evolutivas que atravesó su especie. Cada individuo es una cifra temporal de su especie. Ernesto Laclau explica que un colectivo social –el pueblo peronista, digamos– se forma encadenando demandas individuales a una cadena equivalencial, pero que para que eso ocurra cada demanda debe perder su particularidad. Es la idea de lo colectivo sumiendo al individuo, desdibujándolo. En el caso de las dos lecciones también podríamos pensar en una relación entre el colectivo de la Academia y el individuo Galileo: ambos obtienen algo del otro. Claro que a costa de tergiversar la discusión sobre la arquitectura infernal. Una discusión en la que, en realidad, ni los académicos ni Galileo están formalmente interesados. 

La edición de estas Lecciones reivindica la posibilidad de hacer crítica literaria desde las ciencias. ¿Es posible hacer ciencia desde la crítica literaria también?

Tengo la convicción de que las ciencias naturales en general, pero sobre todo la física, son una fuente notable de ideas que luego hacen su camino a través de disciplinas no necesariamente científicas. Eso no ocurre porque gozen de un estatus epistemológico superior, como podrían creer algunos, sino simplemente porque son las ciencias que obligan a dar cuenta de un mundo material que permanece obstinadamente fuera. La física, por ejemplo, presenta a menudo soluciones duales, excepciones, entidades teóricas más o menos misteriosas, acciones a distancia, prohibiciones que parecen arbitrarias, límites a lo que en principio parece ilimitado: una parafernalia de soluciones teóricas que quieren dar cuenta de la diversidad del mundo material. Alguien podría argumentar que ese mundo no está exactamente fuera, o que hay ingenuidad en esa pretensión, y evocar el problema del conocimiento como un encuentro entre la mente y el mundo. Es atendible, pero mi sensación es que si fuéramos estrictamente cartesianos y consideráramos toda idea como innata, nuestra imaginación sería tal vez menos fecunda. Que la fricción con la empiria obliga a la imaginación conceptual. Ahora bien, ¿en qué consistiría hacer ciencia desde la crítica? Me parece que el problema estriba en el adverbio “desde”. Aceptemos provisoriamente que hacer ciencia supone construir un modelo teórico de una realidad independiente, cuya virtud más notable es permitirnos predecir, o al menos describir adecuadamente, el comportamiento de esa realidad. Si la pregunta vale por hacer de la crítica una ciencia, entonces deberíamos imaginar si es posible construir un modelo teórico que nos permita predecir la evolución de esa realidad inconstante que se llama crítica. Eso supone, además, que habría leyes que gobiernan la evolución de la crítica. Deberíamos ser capaces, por ejemplo, de predecir hacia dónde irá la crítica, qué nuevos criterios adoptará, qué géneros preferirá, y, de acuerdo a la escala en la que nuestro modelo opera, hasta podríamos ser capaces de predecir qué opinará cada uno de los críticos. Esa pretensión no parece posible, porque en la realidad de la crítica interviene de un modo decisivo la voluntad humana que, por ahora, es más bien libre. Ahora que lo pienso, admitir la posibilidad de una ciencia de la crítica equivale a creer que estamos determinados, que nuestros actos no son libres. La apoteosis del científico de la crítica consistiría en ver a cada de uno los críticos opinando lo que ya sabía que opinarían.

Es cierto que la predicción científica también puede pensarse como una consecuencia, no siempre alcanzable, del esfuerzo por la descripción. Los sistemas que llamamos no lineales, por ejemplo, sólo permiten predecir a costa de una precisión infinita en las contingencias iniciales. De modo que quizás se podría intentar una suerte de ciencia de la crítica describiendo cuáles son las herramientas de la crítica, cómo opera, cuál es el tipo de argumento más eficaz. Sería una ciencia formal de la crítica, una ciencia de su estructura, y no de los objetos que la crítica elige. Se trataría, más bien, de una matemática o de una metodología de la crítica. Cernir una metodología no implicaría necesariamente conocer lo que el crítico opinará. Pero si alteramos levemente los términos de la pregunta para preguntarnos si es posible un diálogo, o un intercambio de métodos, o de recursos, entre perspectivas a menudo irreconciliables, como lo son las del sujeto y las del objeto, entonces opino que sí, que el intercambio es posible. Infértiles en su campo natural, decía Pascal, los mismos pensamientos pueden volverse abundantes siendo trasplantados. Entre perspectivas irreconciliables pueden aparecer curiosas armonías y por eso, como también dice Pascal, es posible tomar lecciones de metafísica aplicándose al estudio de las ciencias. Esas armonías suelen tener la apariencia de la excepcionalidad, del milagro, pero no debemos considerarlas como necesariamente milagrosas si entendemos que no hacen más que declinar un espectáculo único. 

¿Qué otro texto científico-literario podría leer un lector interesado en este cruce? ¿Cuál te gustaría traducir o editar a vos?

Después de infinitos otros, podría leer un libro mío –recomendar un libro propio es siempre una impostura– que se llama Historia universal de la infamia científica. La ciencia y la literatura aparecen ya en el título, una explícitamente, la otra a través de la referencia al libro de Borges. Casi todos los libros de Bioy pueden leerse en clave científica. La ciencia fue para Bioy una influencia decisiva en su obra. Pero también hay que decir que muchos textos clásicos de la historia de la ciencia son estimulantemente literarios. Los libros de Galileo, o de Darwin, pueden leerse con placer. Ahora pienso también en Arthur Koestler, que tiene libros delirantes como Las raíces del azar, o El abrazo del sapo. O en Florentino Ameghino, que se propuso demostrar que la humanidad era argentina. Creo que habría que hacer nuevas ediciones castellanas del Sidereus Nuncius, de Galileo.

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