SOBRE UNA ÉPICA INTELECTUAL DEL SIGLO XX/ 
Las otras 120 jornadas

kluge/Por: Juan Terranova.  Ya hace unos meses, acompañando o dejándose acompañar por la proyección de Noticias de la Antigüedad ideológica en la ya mítica sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, la Editorial Caja publicó 120 historias de cine de Alexander Kluge. La película es un trabajo expansivo y ambicioso que intenta dar una versión fílmica de El Capital de Marx. La versión original está dividida en diez partes y su duración es de 570 minutos. La versión abreviada, de 84. El próximo sábado 20 de agosto desde las once horas la Fundación PROA proyectará la versión completa en una “Maratón Kluge”, presentada por Alan Pauls. Al mismo tiempo diferentes capítulos pueden verse a diario desde fines de julio. (La grilla puede consultarse en el sitio de la Fundación) Quien haya tenido formación humanista en la Argentina sabe del lugar central que ocupa El capital de Marx en los estudios de la sociedad y la economía, y probablemente disfrute algunas partes de la película de Kluge. Aunque mantienen cierta relación megalómana y formal, 120 historias de cine es diferente. Extenso pero sintético, fragmentando pero con ritmo, 120 historias reedita los mejores gestos del alto modernismo, revalidando una de las grandes épicas intelectuales del siglo XX, la del cine.

120 historias propone, entonces, una historia lateral del cine. “Las historias de este libro son subjetivas” dice Kluge en la primera línea de su “nota preliminar” y desde allí ya comienza a narrar anécdotas y fijar detalles. Mientras avanza y retrocede, describe experimentos y tramas, el libro va hilando una cronología de curiosidades que puestas en perspectiva dan un retrato inteligente y vivo. Aunque los actores y directores aparecen todo el tiempo como protagonistas –también productores, iluminadores, fotógrafos– su material, el Gran Personaje de Kluge, anterior a casi todo, es la luz. En este sentido, 120 historias también es una monografía sobre las desviaciones y capturas de la luz.

Contando la ceguera de Fritz Lang, las escenas perdidas de Fassbinder, los inicios del cine japonés, o la relación del cine con la guerra y la posguerra  (El capítulo 4 se llama “Filmar en la guerra, la lucha por el cine”), comentando la vida y obra de personajes como Rich Von Stroheim o Murnau, tematizando los malentendidos entre los creadores y los productores, o descubriendo detalles técnicos curiosos, Kluge repasa, y va y viene y en ningún momento se vuelve opaco o tedioso. Quizás en “Catorce maneras de describir la lluvia”, una larga lista donde el director habla de diferentes experiencias con lluvia, es donde el libro se empantana un poco, no por falta de precisión en su prosa, sino por el previsible gesto experimental.

Lo que más me llamó  la atención, sin embargo, fue cómo Kluge retrata los inicios del cine. Sus apuntes sobre “Las tres máquinas que constituyen el cine” me recordaron una sensación muy precisa. Ese aire inaugural de las primeras proyecciones, esa sensación de que algo empieza y avanza rápido, ganando terreno, sufriendo transformaciones radicales en corto tiempo me resultaba conocida. ¿Pero de dónde? Kluge escribe:

“Recién la tercera máquina, inventada en las urbes del este de los Estados Unidos, permitió la “irrupción del cine”. Se trató del principio “penny arcade”, que no fue inventado por empresarios sino que se desarrolló a partir de casualidades y del deseo acumulado de peatones que se sentían perdidos en Nueva York y podían gastar más de un centavo. Su deseo de apartarse, aunque fuera por un instante de la vida real, de echar una mirada a un mundo extraño a través de una mirilla, favoreció el surgimiento de una serie de máquinas automáticas en las que se pasaban cintas cinematográficas.”

Citando una conferencia del arquitecto y teórico Rem Koolhaas, Kluge cuenta que Máximo Gorki fue a Coney Island y deambuló por las atracciones para terminar definiendo esos entretenimientos como “lugares del sinsentido y el olvido”, donde “se perdía el tiempo y no se ganaba nada”. Luego, dice que las masas “magnetizan atracciones” de dos formas. Por un lado, una demanda masiva que no genera nada por sí misma, y esta demanda puede destruir la innovación, lo que desestima el mito tan repetido como tedioso de “la masa siempre tiene razón”. Pero por el otro lado, y eso se veía en esa Costa Este, hay una demanda espontánea y duradera. Kluge afirma con sensualidad: “Empresario parásito podrían sacar provecho de ella, aunque no podían cambiar la dirección del deseo. Esta clase de iniciativas buscaba la dicha irreflexiva”.

Deseo acumulado. Pérdida de tiempo. Mirillas. Espontaneidad. Masividad. “Dicha irreflexiva.” Hay en estos primeros inicios del cine algo que me recuerda, no sin salvedades ni torsiones en las analogías, el despertar digital que vivimos a principios de siglo y que ahora atravesamos como una forma más de nuestra rutina. Kluge escribe sobre la relación de este nuevo público y la calidad de lo que demanda: “No se requiere el juicio de gusto de los espectadores sino su hábito. Si se sienten cómodos, es decir, si surgen espacios abiertos, da lo mismo que reina el kischt o el arte”. El juicio se suspende o es prescindible, pero nace un hábito. La comparación entre las “penny arcade” y Youtube es muy fácil de hacer. Los primeros cortos y las primeras proyecciones primitivas encontrarían una duplicación en los primeros pasos de este mini-cine global. Sin embargo, por las características enunciadas –deseo acumulado, acusaciones de pérdida de tiempo y sinsentido, espontaneidad, masividad, suspensión del juicio estético a favor del hábito, cierta idea de adicción– el “medio” que parecería más solidario con esta descripción no es Youtube sino las redes sociales que hoy viven un auge innegable, en Argentina, llamativamente twitter y facebook. ¿Se desarrollará una forma estética nueva y autónoma a partir de estos nuevos experimentos sociales como pasó con la novela moderna y la imprenta, con la fotografía, y también con el cine? Mi respuesta hoy no puede ser más que un desconfiado entusiasmo, si se me permite, en tiempos de ironía y expansión, la construcción oximorónica.

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