LECTORES, DISTRIBUCIÓN, PRECIOS, COSTOS Y HÁBITOS/ 
Libro digital, libro analógico

The reader/Por: Juan Terranova. Hay una gran malentendido en la industria editorial argentina alrededor de los libros digitales. Esta breve nota no lo va a solucionar. Pero aun así, sabiendo que faltan todavía algunos años para que amanezca en las cabezas del poder cultural, vuelvo a escribir sobre el tema, sin la ilusión de ser escuchado, con la esperanza de que no sea en vano. Digamos otra vez que el libro de papel no compite con el libro digital. El libro digital, mal llamado “electrónico”, es simplemente otro producto con otros usos, que se agrega, se suma, a la oferta de soportes existentes con otras, bien diferenciadas, prestaciones. Sus virtudes y defectos –tiene ambos– todavía están siendo explorados y no queda claro hasta dónde se volverá hegemónico en el mercado del Logos. Por lo pronto, insisto, es otra cosa. ¿Por qué? Porque genera otros lectores, tiene otra distribución, maneja otros precios, otros costos, y sobre todo implica otros hábitos de lectura. Aunque quizás decir “hábitos” se preste al equívoco. Para leer un libro digital hay que tener el dispositivo lector. Ahí hay un gran escalón. Y en esto la Argentina camina rezagada. No tanto como otros países de la región, pero eso no es consuelo.

Luego, ni los editores son tan inteligentes y racionales como suponemos que son, ni los innovadores, tan astutos. La innovación y el riesgo muchas veces queda en manos de los no tan racionales, para decirlo con palabras suaves e inexactas. No hace falta más que recorrer los sitios web de las diferentes editoriales argentinas, grandes y chicas, independientes y dependientes, para comprobar que el editor hoy parece más preocupado por el objeto que por la lectura. No tengo, lo he dicho varias veces, el fetiche de la tecnología. Soy perezoso para comprar gadgets y dispositivos, para actualizar mi computadora y sus programas. Sin embargo, sí tengo, padezco y disfruto el fetiche de la lectura. Y hoy la lectura digital se me ofrece como una opción generosa y abierta. La palabra clave parece ser “acceso”. ¿Dejé de leer libros en papel por eso? No. ¿Salgo a militar para todos juntos reversionemos a Bradbury y hagamos hogueras de material impreso? Mucho menos. El objeto libro de papel me sigue fascinando y sigo comprando, como muchos en Buenos Aires, libros que leeré en una tarde o en una semana, o en un año, o que nunca leeré y pondré en mi biblioteca y jamás volveré a tocar pero que me da placer atesorar.

Los editores argentinos pueden ser conservadores y hasta fundamentalistas, al punto de preferir perder dinero antes que explorar nuevas posibilidades. Piensan que si cierran los ojos y se abroquelan a sus conocimientos y a sus estantes, el tema del libro digital nunca “sucederá”. Pero está sucediendo. Y si bien como decimos hoy es otra cosa, está en su rubro de trabajo, los “atañe”. Dos productos diferentes con dos nichos de mercado diferentes, bien, pero manteniendo una solidaridad innegable. ¿Por qué no dejar de verlos como rivales y empezar a proponerlos como complementos y potenciadores, entonces? Un editor es una mezcla de almacenero humanista, de contador y agitador cultural. El que piensa que prima su actividad como lector se equivoca. No por nada Constantino Bértolo, el editor español de Caballo de Troya, puede decir: “hoy el editor que lee es un editor fracasado”. Así, sin bronca ni llanto, mientras me sobrepongo a la lógica del capital, imposible de negar, le demandaría al editor local que su humanismo, de una vez por todas, empiece a digitalizarse. ¿Queda en el Estado la responsabilidad de quebrar esta montaña argentina de hielo conceptual? Puede ser, es una opción. Sin embargo, como sabemos, el logos se moderniza solo, por su cuenta, lidiando con las tensiones del mercado, instrumentalizando las propuestas centrales y evadiendo la centralización, adaptándose y escurriéndose, una vez más, por las rendijas de los poderes establecidos. 

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