CONFERENCIA EN BUENOS AIRES DEL ESPAÑOL ALEX ROVIRA CELMA
Una tarde con el gurú del optimismo

Alex Roviera CelmaPor: Juan Terranova. Fui por una curiosidad casi malsana. Había tres o cuatro periodistas más. El aire acondicionado funcionaba a pleno y en el largo salón de conferencias esperaba un catalán entrador que saludaba mirando a los ojos, vestido con pantalón marrón y saco beige. Aunque viene de una gira por Chile, Córdoba y Rosario, Álex Rovira Celma no parece cansado. Publicados por Empresa Activa, sus libros son mezcla de parábolas, citas a la Reader´s Digest y una lectura entusiasta de Erich Fromm, por poner un nombre. Su público, no dominante pero muy presente, son los empresarios, y por supuesto, las amas de casa del mundo. “¿Alguna objeción?” me pregunto a mí mismo mientras me acomodo en una silla de caño plateado. Me contesto: “De entrada, ninguna”. Y el tipo, hay que admitirlo, es simpático y con reflejos de ese carisma catalán tan agradable. “Escribo en español, mis emociones las vivo en catalán, soy un mil leches” dice presentándose. Y después agrega: “Desde La buena suerte –su primer libro– me llegaron y me siguen llegando alrededor de siete mil cartas y mails que ordené y todavía conservo. Una mujer japonesa de setenta me escribió que después de leer mi libro decidió aprender a nadar. No está mal, ¿no?”

El patrón psicópata

Yo saco el tema y el principio de la charla arranca con todo. Rovira Celma habla del “patrón-capataz”, el “patrón-psicópata”, los jefes incapaces de comunicarse, que piensan mucho en el producto que venden y muy poco en todo lo demás, especialmente en sus empleados, a los que tiranizan. 

— ¿Es posible reformarlo? —pregunto.

— ¿A quién? —duda Roviera Celma.

— Al empresario psicópata —digo yo.

— No, no es posible. Si el psicópata no quiere cambiar, es imposible— responde. Y me hace acordar al chiste de cuántos psicólogos se necesitan para cambiar una bombita. Después, el autor insiste en que los que leen sus libros ya vienen con ánimo de creer en algo. Su discurso para los empresarios, en todo caso, es que tratar bien a la gente, incluso quererla, comprometerse afectivamente con los empleados, es rentable económica y socialmente. “En Bush, que es el gran capataz, por ejemplo, hay una falta de alteridad notable, falta de sentido de culpa” agrega y con eso se gana el asentimiento de, por lo menos, dos periodistas. Yo, mientras tanto, no puedo dejar de pensar en ciertas empresas editoriales argentinas.

La buena suerte

Después Rovira Celma cuenta la historia de un chatarrero español que gana la lotería. Un día el pobre chatarrero se encuentra que tiene millones y millones de euros. Así que deja de trabajar, su mujer, empleada en una panadería, también. Ella se deprime y el chatarrero le pasa dinero a su hijo que cae en la droga. Le pasa dinero a sus hermanos para que se compren cada uno una casa, sus hermanos le piden más, el chatarrero se niega y le mandan un tipo para que le de una paliza. Rovira Celma narra la historia con fruición y convicción. “Y este no es el único caso –advierte–. Entre tres y siete años después de ganar un premio millonario, el ganador tiene muchísimas posibilidades de perder la totalidad del premio, pero también su lugar laboral en el mundo y romper toda su cadena de afectos. Y la gente que promueve el juego y da los premios lo sabe”. Como historia no me pareció mala. Mientras la contaba intuí que la moraleja no me iba a convencer, pero no llegó a decirla, un poco por obvia pero también porque antes alguien le preguntó a qué le atribuía el éxito editorial de La buena suerte, más de 600.000 ejemplares vendidos en lengua castellana. Escuché atentamente la voz del que preguntaba y descubrí que era la mía. La respuesta fue contundente: “Porque es un libro simple, arquetípico, que se lee en poco tiempo y dice cosas de las que no hablamos”.

Capacidad de cuestionarse y vamos de acá para allá

Lejos, muy lejos de la autoayuda, aunque no de cierta vertiente new age, Rovira Celma impulsa el auto-cuestionamiento, la crítica y la autocrítica. Lo hace convencido y responde entusiasmado a la pregunta por el psicoanálisis: “Tengo nueve años de análisis. A mí me salvó el diván. Y como buen español, todos mis maestros en ese campo son argentinos.” Después, respondiendo a una pregunta repite tres veces, convencido, en diferentes modulaciones de su voz: “Lo que niegas te somete, vamos, que lo que niegas te somete, es así, lo que niegas te somete.” En seguida se acuerda que su próximo libro, que acaba de salir en España, se llama El laberinto de la felicidad. Retomando señala que “el miedo es un deseo al revés” para luego recomendar enfáticamente una conferencia de Steve Jobs, el fundador de Apple, que se puede ver en YouTube: “Fracasar hasta lograr, es así”. Cuando parece que no hay ya mucho más para hablar, a pedido de un periodista, el autor cita todos los idiomas en que se tradujo La buena suerte –los cuarenta– y lo hace usando un mapa mundi imaginario que va de Oeste a Este empezando, claro, por España: español, catalán, vasco, inglés, francés, italiano, alemán, polaco, húngaro, lituano, rumano, ruso, chino, japonés… Después se confiesa amigo de Alejandro Jodorowsky y termina con un “al final, todo es Jung”. A dos horas y minutos de haber empezado, son los periodistas los que le piden terminar la entrevista porque da la impresión de que Rovira Celma podría seguir hablando hasta que se hiciera de noche.

La dialéctica negativa de la narración

“Mis libros hablan de las obviedades obviadas” dice el autor de Los siete poderes. Y es verdad. Yo agregaría que retoman algunos robustos lugares comunes, no necesariamente nocivos o dudosos, sino más bien todo lo contrario, cristalinos e innegables. ¿Quién podría estar en contra, abiertamente en contra, de tratar a los amigos con respeto o negar la importancia de la comunicación a la hora de emprender una tarea conjunta? Los libros básicos de Rovira Celma no me dicen gran cosa. Los tengo en mi escritorio y los recorro sin ganas. Pienso que el autor no es mal narrador pero sí es desabrido, carente de sensualidad, demasiado positivo y entonces me pregunto: ¿para narrar hay que ser pesimista, dejarse embrujar por el cinismo, la resignación, el descreimiento o la ira? La respuesta es sí. Sade, Sacher-Masoch, Joyce, Céline, Burroughs, Dostoievski, Nietzsche, Martínez Estrada, la lista que lo acredita es tan larga como la literatura universal. Pero para vender libros no hay nada mejor que un optimismo desbordante. Alex Rovira Celma es el mejor ejemplo de ello.

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