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Por Juan Terranova. Cuando Margaret Thatcher murió, se llevó las breakings news de la inundación. Mientras la ciudad de La Plata luchaba contra las pútridas aguas que la anegaban, me resistí a poner por escrito mis ideas sobre Thatcher. Un poco para no caer en los lugares comunes, otro poco porque no me identifico del todo con esos lugares comunes. Thatcher fue un personaje controvertido cuyas políticas no favorecieron a un sector de la sociedad con el cual puedo identificarme. Sin embargo, hay una distancia. Un distancia en el tiempo, una distancia geográfica. Salir a plantar bandera con el pelotón implica un sacrificio de la especulación racional que no estoy dispuesto a hacer. Para la barricada, un millón de grupos de rock ya grabaron un millón y medio de canciones. De hecho, ningún primer mandatario europeo generó tanta música como Thatcher. Y al mismo tiempo, se trató de una mujer en el poder, en los años ochenta, reformadora, sí, pero por derecha. Claro, llegado este punto tu INADI interior se paraliza.

Desde mi perspectiva, fue un personaje completamente pernicioso, una liberal irónica y brutal. Ronald Reagan la amó porque, de alguna forma retorcida, lo legitimaba y ambos se entendían como parientes lejanos que descubren vicios similares. Los laboristas, supongo, le hicieron el juego. Una Mujer de Hierro rompiendo los mitos del imperio desde adentro. No sé, me genera sensaciones encontradas. Perdón, progresismo blando, tibio y con cara de concha. Thatcher cerró fábricas que tenían doscientos años de explotación continua, clausuró minas donde los obreros perdían su salud, y dejó a muchos soldadores y torneros en la calle. Con ese tipo de medidas hirió de muerte el orgullo de la clase trabajadora. Pero los conservadores también eran los sindicatos nostálgicos que querían seguir como estaban cuando el mundo cambiaba. Sí, un personaje fosilizado a la fuerza, pero que tiene su continuación con los recortes y la prepotencia de David Cameron, el actual primer ministro de Inglaterra. Vuelvo a la foto emblema de los años ochenta. Reagan, un cowboy, Thatcher, una mujer fea, ambos sonriéndole al mundo nuclear, a los desempleados y a la Cortina de Hierro. Qué imagen. No nos preguntamos demasiado hoy por sus hijos. Y al mismo tiempo estamos viendo una previa, un anticipo de los festejos idiotas, frívolos y automáticos que vamos a tener cuando se muera Carlos Saúl Menem. Pero, ¿cuántos de los que van a festejar pueden decir que no lo votaron, que lo combatieron, y asumir que perdieron esa lucha dentro de los estrictos límites de la democracia? En las redes sociales, Thatcher, espejo británico de nuestra neurosis argentina. Quizás, y solo quizás, sea un símbolo demasiado pesado y contradictorio para Facebook y Twitter.

Ernest Jünger decía que hablar mal de la Primera Guerra, demonizarla, narrarla sin precisión, sólo con épica, era hacer más valientes a los hombres tontos y brutales que habían peleado en ella. Con los personajes históricos pasa algo similar. Morrisey hizo la siguiente declaración: “Como resumen de los hechos, Thatcher era el terror sin un átomo de humanidad”. Como escritor no puedo dejar de sentir curiosidad por niveles tan perfectos de mal. ¿El Heliogábalo de Artaud sí y la Thatcher de los diarios no? Página/12 aceptó el caramelo que le convidaba el destino. Copio algunos titulares: “No hay razones para llorarla”, “Galtieri la espera en el infierno”, “Murió la mano de hierro del ultracapitalismo”, “Aquellos años crueles”, “Thatcher será recordada por no dejar nada positivo”, “Sólo quedan vivos Videla y Bush”. Lo que muere es una persona, no un sistema de gobierno. Y esa persona simbolizó algo que la democracia del voto universal eligió. ¿Aceptaremos que nosotros somos la democracia del voto universal cuando muera Menem? Señalar fracasos, inoperancia y brutalidad puede funcionar como atenuante pero no sé si funciona como excusa. “Yo no lo voté”, magro consuelo.

Me paso diez días intentando no escribir sobre Thatcher. “Ya es tarde” me digo. “Ya pasó, ya fue enterrada”. Salgo de la computadora y comienzo a leer Para una autopsia de la vida cotidiana, un libro de conversaciones con J.G. Ballard que acaba de editar Caja Negra. La primera entrevista realizada por Andrea Juno y Val Vale en 1982 y publicada en 1984 en la revista norteamericana Re/Search ya la había leído. No está mal. Finalmente es Ballard. Pero su voz, ahora de ultratumba, suena demasiado lejana. Ballard pondera a Burroughs y dice que Blade Runner, Star Wars y Le Carrè le parecen malísimos, se queja de que Martin Amis escriba sobre videojuegos, habla un par de veces sobre las Falklands, compara Inglaterra con América, dice que imagina el futuro como un lugar aburrido... Se lo nota un poco quejoso y algo llorón, a veces incluso conservador. Su hijo quiere tener un BMW y a él eso le parece mal. Ballard responde a preguntas de entrevistadores poco críticos, casi no cita sus novelas -que tendrían que ser el centro de la charla- y así se construye un personaje desfasado, poco interesante. (Al menos en esta primera entrevista). Todas sus ideas sobre las máquinas, los accidentes, la sociedades represivas y sensuales están ahí. Pero eso no termina de alcanzar para que el texto explote. Hay que entender que es un mundo anterior a American Psycho, un mundo al que le faltan diez años para conocer a los Simpson, y sobre todo un mundo sin Internet. Ballard habla, contesta y vive en un lugar de la historia donde los “procesadores de textos” resultan deshumanizantes. Y un par de veces desconfía de los reproductores de VHS, aunque admite que se tiene que conseguir uno. En las mejores partes de la entrevista su reclamo es lírico y llamativo. Dice Ballard:

“Lo que espero de la revolución informática y de la televisión es que nos conduzcan a un canal de información científica, que solo tengamos que pulsar un botón para... Quisiera un rendimiento mucho más alto de la información que el que puedo adquirir por mi propia cuenta. ¡Quisiera estar informado acerca de cada cosa! En otras palabras, necesito conocer la lista exacta de pasajeros del DC-10 que se estrelló en las afueras de Málaga hace dos semanas. Necesito enterarme de las nuevas pinturas que está usando la General Motors para su gama Pontiac. Necesito conocer cada detalle, tener información precisa sobre todas las cosas. Quiero saber lo que desayuna Charles Mason, absolutamente todo. No es fácil tener acceso a toda esa información, este es el principal problema.”

Y más adelante agrega: “Es lo que uno quisiera poder rastrear, pero el acceso es un problema”. Palabras clave que se repiten: acceso, información, problema. Desde nuestro lugar de la historia podemos decirle: “Acceso, información, problema. Not anymore, Jim. Ahora tenemos conexión de banda ancha”.

Ballard habla como un viejo desde un mundo viejo y anacrónico al menos en esta primera y extensa entrevista. Sigue siendo Ballard y vale la pena leerlo y escucharlo. Cuando comenta las “películas caseras”, se nota que puede entrever el futuro y que no es un león vencido. De hecho, le quedan muchos libros por escribir todavía y algunos muy buenos. Pero es un hombre y un escritor del siglo XX y la nostalgia es demasiado fuerte. Cuando empieza a decir que ya no hay librerías de viejo en Londres y sus entrevistadores se quejan de que “ya no quedan sitios donde la gente creativa pueda encontrarse” dejo de leer. Y entonces, todavía sumergido en la dialéctica entre el pasado y el presente, entre la web y la información, mientras trato de rememorar los vetustos problemas del acceso, recuerdo que Ballard escribió sobre Thatcher. De hecho, la entrevista sucede cuando termina la euforia del 70 y empieza el ajuste asordinado y la gélida estética de la década del 80, imaginario del cual la Dama de Hierro es protagonista y artífice. Me siento en la computadora y me conecto. Enseguida una serie de escenas y comentarios que Ballard publicó en la famosa sección “Lo que sé” de la revista Squire. Ahí retrató a Thatcher.

“Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher –escribe Ballard–, en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.”

Ballard comprendió que a Thatcher había que imaginarla amando y dejándose amar. Ese es el gesto de incomodidad, la protesta, la denuncia. Maggie estaba preparada para los ataques. Sabía defenderse. Y golpeaba incluso cuando retrocedía. Pero ¿resistiría su pétrea cara de vieja chota el pito húmedo y el abrazo lascivo de un tímido soldado raso? El amor enfermo en un hotel oculto de una estación de servicio. Ballard gana una vez más.

Y aunque hoy no es tan fácil saber qué desayuna Mason, estoy seguro que uno puede encontrarlo en la web si lo busca con dedicación. Como alguna vez dijo Martín Castagnet si no lo encontrás en la web es porque no buscaste bien. Ahora mismo de hecho estoy leyendo que Mason está en el California Medical Facility de Vacaville, donde el 25 de septiembre de 1984, Jan Holmstron, un hare krishna de treinta y seis años, parricida y consumidor de LSD, trató de quemarlo vivo  tirándole solvente para pintura y prendiéndole fuego. (Mason sufrió quemaduras de segundo y tercer grado, pero se recuperó.) En dos clicks me entero que la institución psiquiátrica donde está Mason tiene un presupuesto de 308 millones de dólares y aproximadamente 2215 empleados. Ya tengo su dirección (1600 California Dr. Vacaville, CA 95696) y sé que la dirige Brian Duffy, un WASP con sobrepeso que me sonríe sin gracia en una foto color con la bandera estadounidense de fondo. ¿Estoy tan lejos de encontrar el menú diario del California Medical Facility? Mientras sigo buscando, revolviendo videos de todo tipo y sitios institucionales, Facundo Falduto me manda un link al Last Meals Project.

Lo miro con curiosidad y entusiasmo. Todavía no sé que desayuna Mason pero ahora sé que Ted Bundy comió un churrasco, unos huevos, pan y café antes de ir a la silla eléctrica, y que Tookie Williams pidió cereales con leche antes de que lo inyectaran. También sé que la inyección letal está compuesta de sodio tiopental (un barbitúrico que sustituye el oxígeno del carbono 5 por sulfuro), un relajante muscular que hace colapsar el diafragma y cloruro de potasio que detiene el corazón. El costo total por ejecución es de u$s 86,08 y el inyectado muere siete minutos después de que la mezcla empieza a fluir por sus venas. Hay otras cosas que sé. Mason, como Thatcher, también tuvo una fuerte influencia en el rock, en el cine, en la cultura pop y en su música. Y toda esa bola de melodías, imágenes y distorsión espera para ser desglosada en YouTube. También sé que nuestro mundo ya no es el mundo en el que escribió Ballard. Pero sí se parece bastante al que imaginó en sus novelas. (Y por eso quizás no sea tan interesante opinando como narrando.) Y sé que el liberalismo económico, la ausencia de Estado y la falta de negociación y política no solucionan ninguno de los problemas de la modernidad. El sueño húmedo de Fukuyama no sirve. Nada termina. Ni las ideologías, de la historia, ni lo humano. Más bien se modifica y continúa. Y vale la pena narrar esas modificaciones y esa continuidad.