Por Juan Terranova. Desde lo inicios de la modernidad la imagen sufrió a manos de la tecnología un movimiento de flujo y reflujo, ilusión y caducidad, decepción y amenaza. Antes, Platón había hecho dudar a Sócrates sobre la conveniencia de escribir, dejando deslizar cierta paranoia sobre el poder que surgía al fijar las palabras en escritura. Más allá de Gutenberg y la imprenta, la historia de la imagen y su soporte registra todo tipo de desconfianzas y tensiones similares, quizás más vertiginosas. Baudelaire acuso a la fotografía de paralizar al grabadista, aunque luego posó para una de los retratos más sugerentes de Gaspard-Félix Tournachon, más conocido como Nadar. El cine fue recibido como la revolución que, en un mismo movimiento, llegaba para unir narración e imagen y abolir las artes obsoletas del siglo XIX. ¿Quién iba a leer o contemplar un cuadro si podía ingresar por centavos en una sala y dejarse maravillar por el espectáculo de lo vivo? Algunas décadas más tarde, la televisión irradiada hacia los aparatos privados de la década del 50 fue señalada como verduga del cine. Los adelantos técnicos no se interrumpieron. Llegó el VHS para desafiar a la TV. Y después la TV por cable para cortar la relación de complicidad con la videocasetera. Y hubo más. El DVD. La conexión a banda ancha. El HD. Y mientras todos estos gadgets sumaban espacio y ampliaban nuestra percepción, los paralizados grabadistas de Baudelaire no se detuvieron en ningún momento. Hoy un videoclub –todavía existen– resulta más anacrónico que la pintura de caballete y los espectadores siguen llenando las salas de cine. Algo nos está diciendo esta proliferación tecnológica que parece no matar o cesantear, como quisieran algunos agoreros y ya infantiles teóricos del arte, sino multiplicar, sumar y apilar los soportes.
Frente a este movimiento enigmático, los artistas se sumaron al desafío de entender y hacer productivos estos nuevos lenguajes. Desearon el futuro, construyeron fetiches inéditos, empujaron las barreras de las formas, muchas veces reeditando viejos prejuicios y otras tantas abriendo el mundo a “lo nuevo”. Así nacieron las vanguardias. Otros, conservadores, decidieron ignorar el canto de sirenas moderno y continuaron autonomizados, trabajando en soledad, con el deseo oculto o explícito de pertenecer a épocas pasadas, de ser otros en otra parte. En este juego dicotómico de préstamos, abusos y tensiones, hubo un tercer grupo que no abandonó los límites de las herramientas heredadas pero, al mismo tiempo, en el uso privado de sus materiales, tomó nota del paso del tiempo, del encuentro, gracioso o furibundo, entre el arte y las máquinas. Este tercer grupo opuso técnica a tecnología, y le plantó una mirada activa a la histeria por la novedad y reaccionó al mismo tiempo contra la duermevela conservadora. Julio Racioppi perteneció a ese tercer grupo. En sus cuadros, juega a mirar como podría hacerlo una cámara fotográfica. Las escenas son, entonces, arquitecturales, realistas, muchas veces fragmentarias. Haciendo pasar nuestros ojos por la lente formalizadora antes de llegar al cuadro, el artista nos separa de toda ingenuidad y se vuelve contemporáneo de sí mismo. Como si tomara a la cámara por atrás, Racioppi asume el mundo moderno, nuestro imaginario curado por el estatismo visual, y le da una nueva dimensión asordinada. Mucho de su respuesta está en qué elige pintar. Oximorónico, nos ofrece la belleza incidental de la instantánea meditada. Autos, esquinas, edificios, paisajes degradados o pujantes, naturalezas muertas que son, en realidad, visiones cotidianas extrañadas. En este upgrade temático, el trabajo con las texturas y la luz, con la síntesis y las perspectivas, se presenta como el aporte central de su lirismo urbano. Sobriedad y precisión, y también una paleta de colores tenues, sin estridencias, que nos habla de un mundo vertiginoso o monótono donde hay que buscar y hacer valer los contrastes y las ausencias. Subjetivamente me da la sensación de que en los cuadros de Racioppi siempre está amaneciendo o atardeciendo. El sol es nuevo o cansado, los personajes, parcos, se desperezan, comienzan los primeros ruidos después del reposo o llegan las sombras. Todos los detalles conforman un universo neurótico, que al ser retratado se vuelve íntimo, amistoso, reconocible. Es ahí donde se identifica, se presenta, con melancólica seguridad, el gran personaje de Racioppi, la Ciudad de Buenos Aires, el paisaje atesorado de un pintor todavía oculto que retrata con pasión única y singular nuestra más palpable rutina.