et y hitler

Por Juan Terranova. Lunes. Patricio Erb me manda una nota del 2010 donde Clarín dice que tenemos otro cerebro en el estómago. El titular es así: “ Un segundo cerebro funciona en la panza y dicen que regula emociones”. Salió publicada el 6 de noviembre del 2010. El copete: “Su red neuronal no elabora pensamientos, pero influye en el estado de ánimo y hasta en el sueño”. Todo es hermosamente asertivo. Copio un fragmento: “El pequeño cerebro que tenemos en las entrañas funciona en conexión con el grande, el del cráneo, y en parte determina nuestro estado mental y tiene un papel clave en determinadas enfermedades que afectan otras partes del organismo. Además de neuronas, en el aparato digestivo están presentes todos los tipos de neurotransmisores que existen en el cerebro. De hecho, el 95 por ciento de la serotonina, unos de los neurotransmisores más importantes del cuerpo, se encuentra en el intestino. Sin embargo, aunque su influencia es amplia, se deben evitar confusiones: el segundo cerebro no es sede de pensamientos conscientes ni de toma de decisiones”. El pequeño cerebro. No puedo más que creer en esto. La teoría del pequeño cerebro. Me animo, de hecho, a las confusiones que censura la nota. ¿Quién sospechó que alguien alguna vez, un amigo, un pariente, pensaba con los intestinos?

 

Martes. Un fragmento, enigmático, sintético y lírico, leído en “Del psicoanálisis en sus relaciones con la realidad”, de Jaques Lacan: “Más allá en sus relaciones con el goce y con el saber, el cuerpo, por la operación del significante, forma el lecho del Otro. Pero, ¿qué queda de ese efecto? Insensible pedazo al derivar de él como voz y mirada, carne devorable o bien su excremento, esto es lo que de él llega a causar el deseo, que es nuestro ser sin esencia”. Luego, busco una cita, leída hace mucho tiempo, en Ciudades analíticas de Eric Laurent y no la encuentro. No es un libro largo, al contrario. Pero por más que paso las páginas con cuidado leyendo en diagonal, con lentitud, no logro dar con la cita. “Carne devorable o bien su excremento” pienso.

Miércoles. Hacia las tres de la tarde empiezo a escuchar por quinta vez el blues de Lightnin' Hopkins cuya letra comienza así: “Go bring me my shotgun/Oh I'm gonna start shootin again”.

Jueves. Leo una nota de Juan Batalla sobre una fisicoculturista que, en La Plata, cargó una cruz para denunciar la trata de personas. Me gusta la prosa desenvuelta de Batalla y también la distancia justa, lúcida, ni lejos ni cerca del hecho. Me convence que no use la ironía, lo cuál habría sido improcedente, y al mismo tiempo le dé un valor al gesto físico sin caer en cursilerías. En las fotos que veo la mujer está manchada con su propia sangre porque lleva una corona de espinas. Y al mismo tiempo usa un cuello ortopédico. Al principio me resultó algo ridículo y grotesco, pero después entendí que esa era la mirada que seguramente tuvieron los romanos al ver a Cristo en su camino al Calvario.

Jueves, más tarde. Hazard se hace un pregunta hermosa en El Pensamiento Europeo en El Siglo XVIII: “¿Para qué fines ha sacado Dios el mundo de la nada?”. Va a exponer cuestiones básicas del iluminismo y por eso responde así: “La cuestión es dificultosa. Pero sería más dificultoso todavía admitir la hipótesis de un mundo que no habría sido concebido por nadie, que funcionaría azarosamente y no se dirigía hacia ningún fin; lo mismo sería decir que se habrían creado entes racionales sin intervención de la razón. Prefiramos, en buena lógica, lo difícil a lo absurdo, y admitamos las causas finales, expediente que satisface aún”. El verdadero ateismo no es declamado. Se construye en base a una lenta disminución del calor religioso. Qué diferente a esas estridencias a que nos tienen acostumbrados los jóvenes educados de las capas medias de Buenos Aires. Y desde luego en todo ateo gritón hay un cristiano extremo y potencial, un creyente acérrimo, alguien que todavía no entendió y que sufre el fuego de su propia vitalidad.

Viernes. Leo en Twitter que si sintetizáramos la populación mundial en un solo pueblo de cien habitantes, tendríamos cincuenta y siete asiáticos, veintiún europeos, catorce americanos y ocho africanos. Si el pueblo se organizara como una democracia, ganarían siempre los asiáticos. (Entendiendo que la política fuera, digamos, racial.) De todo lo que podría concluirse de este ejemplo demográfico me quedo con la idea de una América extensa y desierta. Más tarde, encuentro una foto de Hitler saludando un extraterrestres en la que veo resumido el siglo XX.