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Por Juan Terranova. Lunes. Releo “El poder y la pasión” de Pat Cadigan, en el libro de relatos Matrices. (Una cazador de vampiros tatuado.) Compro, por Internet, un viejo, muy viejo, ejemplar de Cocaína de Pitigrilli. (Probablemente jamás lo lea.) Alguien escribe en Twitter: “Berlusconi non muore perché ha corrotto la morte.” Una frase hermosa.

Martes. Gogui me vende Operaciones de contraguerrilla, sin autor, firmado por “Cuartel General, Ministerio del Ejército USA”, Editorial Rioplatense, y también el Manual de supervivencia del ejército de los Estados Unidos, editado por Martinez Roca. El primero es lo que promete –preventivamente hay que matar a todos– y el segundo es una serie de consejos para irse de camping. “No tome agua de mar”, por ejemplo. ¿Por qué? Porque el agua de mar es salada y no saca la sed y te vuelve loco. (Aunque tampoco te explica como hervirla y destilarla, algo que se puede hacer sin problemas.)

Miércoles. Reducimos las múltiples posibilidades de la web a un algoritmo personal porque simplemente no podemos con todo. Es como el sendero que se marca de tanto pasar por el mismo lugar. Ahí, claro está, no crece el pasto.

Miércoles, más tarde. Me preguntan por los libros de la década. Hago mi lista. Me preguntan por el sitio más importante, respondo YouTube. ¿El hecho histórico? La llegada del Kindle, donde ahora leo a Céline.

Jueves. Dormí la siesta con algo de culpa. El clima afuera estaba soleado y fresco, pero yo estaba exhausto. (También es verdad que dormir la siesta cuando afuera hay sol y está fresco es gratificante.) Me levanté y la casa estaba en silencio. Vine a la computadora y todavía dormido, anestesiado, nebuloso, escribí: “Amo demasiado a Italia para ser italiano, en eso se nota que soy argentino.”

Jueves, más tarde. Un amigo me manda un link a la obra de Mirtha Dermisache, la autora de esa escritura que no es escritura, que es significante obsceno, que es la marca, la silueta de lo escrito. Es una obra bella, pero me genera angustia. (Aunque hay algo liberador ahí también, lo percibo. Algo inevitablemente porteño, algo de las calles, del trazado de Buenos Aires, algo que me remite a la Avenida Santa Fe. No podría explicar por qué.)

Viernes. Tomando como excusa La piel, Maurizio Sierra dice de Malaparte en su biografía: “Lo que reprocha a los napolitanos, como a los judíos de los pogromos, a los fascistas que huyen como antaño, a los desertores de Caporetto que fingió exaltar, es siempre la complicidad con el fracaso, el sometimiento a la desgracia, la inocuidad de sus lamentos. Tendrían que haber sido garibaldinos en los bosques de Argonne, alpinos en el Paso de San Bernardo, partisanos soviéticos desarmados contra los tanques alemanes, voluntarios israelíes en la guerra de la independencia de 1948, para que los respetara de verdad y se identificara con ellos.” Se puede decir de todo –Serra incluso lo dice, pone sus dudas, mete sus comas en la vida del escritor–, todo, entonces, salvo negar que Malaparte fue un valiente. No es, desde ya, poca cosa si se tiene en cuenta el siglo que le tocó vivir.

Viernes, más tarde. Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, anunció la creación de un nuevo despacho que se encargará directamente de las misiones sociales heredadas del chavismo. La cartera se llamara Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo Venezolano. ¿La Suprema Felicidad no demandaría al menos un ministerio? Bien. La palabra “felicidad” en el discurso del Estado, en el nombre de una institución, resulta siniestra. ¿Por qué? ¿Por qué le cuesta tanto a las casas de la modernidad hablar de ese tema? Quizás sea algo del orden de lo privado, y solo del orden de lo privado. “No soy feliz, señor maduro. Pero curiosamente tampoco soy infeliz” podría decirle a Maduro cualquier porteño. Puse en Twitter: “Una ventaja porteña, en Buenos Aires nadie pretende que seas feliz.”

Sábado. El mañana se vota y volveré a robar boletas.