EDICIÓN, DISFRACES Y UNA PICADORA
Apuntes sobre la industria editorial (dos)

libroPicadoraPor: Juan Terranova. Sigamos estos apuntes con una escena: a principios de la década del ochenta, Werner Herzog recibe dinero de Roger Corman para filmar Fitzcarraldo en el Amazonas. El máximo autor clase B norteamericano financia a uno de los más extrovertidos realizadores del cine alemán de autor. No es ni casualidad ni ironía. Es el funcionamiento de la industria del cine. Con los libros esto no pasa. Es como si Camilo José Cela, más de cuarenta años en la Real Academia Española de Literatura, recibiera un cheque firmado por Corín Tellado. Ahora bien, muchas veces un libro que no se vende se paga con otro que sí. De hecho, muchos autores de los que no se venden tendrían que pensar en esto más seguido antes de hablar mal de los que sí se venden.

Casa de disfraces

En la misma cuadra en que tiene sede una de las editoriales más grandes de la Argentina hay una casa de disfraces. Una vez pasé por ahí y me quedé mirando. Había un traje bastante burdo de Darth Vader, apenas una capa y una careta. También había una máscara de Chewbacca que parecía un felpudo. Más atrás, unas pelucas y una serie de caretas de goma. Se veía la de Homero Simpson y la de Pluto. ¿Qué hacía un negocio así en esa zona? Me imaginé que era, en realidad, un servicio de la editorial para sus empleados. Podían pasar por ahí, disfrazarse y evitar que los increpen o apedreen autores resentidos. Para un editor es importante, cada tanto, poder cambiar de identidad.

Editing

Una vez me llamó un editor. Era temprano. No me acuerdo la hora. Supongo que cerca de las ocho de la mañana.

— Tengo un libro de cuentos —me dijo.

— Te felicito —dije yo.

Y después:

— Son realmente muy malos—dijo él.

— Suele pasar. ¿Quién los escribió?— pregunté.

Escuché el nombre de una escritora muy prestigiosa en el teléfono.

— ¿Y entonces?

El tipo tiene buen humor. Sabe soportar mi excentricidad.

— Necesito que le hagas un editing.

“Hacer un editing” significa emprolijar, recortar lo que sobra, ajustar los tornillos.

— La autora está apurada por salir...

— ¿Cuántas páginas?

— Ciento veinte.

— ¿Para cuándo?

— Cuanto antes, mejor.

Una verdadera urgencia editorial. Como si alguien se desangrara en la calle.

— Bueno, alguna fecha estimativa tiene que haber.

— Este lunes.

— Te va a salir caro.

— ¿Cuánto?

Los editores son rápidos. Son rápidos para las cuentas mentales, rápidos para semblantear a la gente. Miran rápido, te acarician y se van con otro. Tiene que ver con la especie. Es el primer nivel del darwinismo editorial. El que no es así, no sobrevive. Hay que tener cuidado. La práctica te da alguna ventaja. Muy poca, en realidad. A los más tiernos se los comen y escupen los huesos. Cultivan el entusiasmo ajeno. Eso no es bueno, pero supongo que a ellos les resulta útil. A mí me mordieron un par de veces. La herida no se infectó. En todo caso, el trato que le dan a un “autor”–la zanahoria colgando de un palo– es diferente. Acá, yo estaba sacando las papas del fuego.

— Quinientos— le dije.

— A ver... No sé.

Antes yo ponía el hombro, empujaba por la literatura y por el arte. Ahora tengo una familia y pienso con la cabeza, no con el culo.

— Bueno, me llamás.

— No, esperá. Trescientos.

— Cuatrocientos.

— Está bien.

Cuatrocientos por leer ciento veinte páginas de mala literatura.

Sigue siendo un buen negocio.

La picadora editorial

Hace un tiempo la editorial que publicó mis libros recibió un mensaje de una editorial grande. Querían leer algo mío. Así que me mandaron los datos y llamé. Primero no atendía nadie. Después, escuché la voz grabada de una telefonista un par de veces. Al otro día mandé un correo electrónico. Me dijeron que pasara por la editorial. Fui y hablé con una chica de mi edad.

— ¿Por qué no publican a nadie de mi generación? —le pregunté.

— No, no es eso —dijo ella—. Lo que buscamos es una buena novela.

Le dejé un trasto de doscientas páginas. “Buscamos una buena novela.” La impresora había transpirado la camiseta a casi sesenta pesos el recambio de tinta para imprimirla. Dos meses más tarde me dijeron que el libro les había gustado pero que no podían publicarlo porque ya tenían todo contratado. Una buena novela. Me miré en el espejo. Buscaba alguna pista. No la encontré. El asunto no termina ahí. Cuando intenté recuperar el original no me respondieron. Insistí durante quince días y tampoco hubo suerte. Las editoriales son lugares peligrosos. Lo digo en serio. “Buscamos una buena novela.” A los escritores les empiezan a sudar los pies cuando hablan de las editoriales. Es la condición de la existencia. Dios estirando el dedo para tocar al elegido. Es así. Finalmente, después de insistir un poco más, me dijeron que habían picado mi libro. El mail lo escribía una persona importante, una persona con poder. Y decía: “No sé qué decirte”. Leí y releí el mail. Por atrás se escuchaban risas grabadas, artificiales, de programa de televisión mexicano.

No mucho más tarde me contrataron exactamente para hacer ese trabajo en otra editorial, también multinacional.

— ¿Para qué necesitan un escritor?—pregunté— ¿Es una demostración de fuerza? ¿Hay algún componente sadomasoquista en el asunto?

Me había llamado una mujer. El mundo editorial está lleno de mujeres. Lleno. Cuidado, no es una denuncia, es una observación. Pagaban bien y acepté. Era lo que había quedado de un concurso anual de novela. Pilas y pilas de novelas por duplicado. La editorial hacía el concurso, la gente mandaba el cajón lleno de imaginación, un jurado votaba y no se devolvían los originales. Luego, había que llamar a alguien para que limpiara. La máquina de picar trabajaba rápido. Era eficiente. Convertía las gruesas pilas de hojas anilladas en finas tiras de papel. El plástico de las tapas se resistía apenas un poco más. Al principio, me daba vértigo. Era como trabajar en una especie de Auschwitz literario. Yo solamente seguía órdenes.

Pusieron un plazo de dos días, lo que resultaba excesivo desde todo punto de vista. Así que aproveché para leer un poco. Un poco, nada más. Leí los títulos. No recuerdo que ninguno me haya gustado. La mayoría eran títulos largos y pomposos. También leí los principios. Si se podía, avanzaba por la primera página. No sé por qué lo hacía. Aprendí que el primer párrafo vale mucho. Ya lo sabía, pero lo volví a aprender. No se puede disparar al aire. O das en el blanco, o te mandan de cabeza a la picadora. Es una regla clara. Mientras tanto, leía y destruía. Paraba solamente para comer o tomar un café. Me convertí en un carnicero. Los párrafos malos me ayudaban a trabajar con más tranquilidad. Después de todo, no había tantos párrafos buenos.

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