avda rivadavia

Por Juan Terranova. Hace un tiempo, Gabriel Sanchez me invitó a su ciclo “¿La patria es la lengua?”, donde me pidió que leyera algo respondiendo a esa pregunta. Llevé lo que se puede leer a continuación.

 

No tengo grandes problemas para comunicarme usando el dialecto castellano del Rio de la plata. Pero, aunque lo estudio desde que tengo memoria, nunca lo aprendí del todo ni lo manejo correctamente. Mis libros son testigos de mis aciertos y también, desde luego, de mis limitaciones. Ellos dicen de mi intento por escribirlo lo mejor posible y mi permanente fallar en la empresa. Hablo y escribo, entonces, como puedo. No es, para nada, una situación excepcional entre los autores argentinos de los que soy contemporáneo.

Sobre esto, me hacen una pregunta: ¿La lengua es la patria? No es lo mismo que “La lengua ¿es la patria?”. En la primera pregunta la lengua también aparece cuestionada. En la segunda acepción, se la pone en un lugar de afirmación, de inmutabilidad. ¿Dejamos a “la lengua” afuera de la cuestión? ¿Discutimos apenas la parte de la patria?

Me gustaría señalar, para empezar a responder, que la palabra “lengua” viene montada en una serie larga de equívocos. Y digo “montada” apropósito, “montada”, por ejemplo, como Europa en Zeus que acaba de engañarla disfrazado de toro, y va a raptarla, y a violarla y a fecundarla muy pronto en las hermosas playas de Creta. En la otra parte de la pregunta, da la sensación de que la palabra “patria” trae un cúmulo todavía más grande de malentendidos. Como si los arrebatados patriotas locales, eso nacionalistas caníbales, fueran siempre mudos y analfabetos. Como si los mudos y los analfabetos no tuvieran participación ni comercio con la lengua. Como sabemos, dos enunciados categóricamente falsos.

Voy a recurrir, entonces, a la etimología, sin abusos, porque, lo sabemos, la etimología puede ser el recurso de los tontos, o de los sabios, para no decir nada. “Patria” significa etimológicamente el lugar de los padres, y esto me habilita a otra seudociencia prestigiosa y al mismo tiempo siempre exhibicionista y obscena como es la genealogía. Para comodidad de los presentes, describiré mi árbol genealógico después de una escrupulosa poda.

Mis abuelos paternos, nacidos ambos en Consenza, hablaban una mezcla no del todo agraciada, aunque sí sorpresiva, de lunfardo y dialecto calabrés. (Mi abuelo era campesino y estuvo movilizado ocho años dentro y fuera del ejército musoliniano en la Segunda Guerra. Mi abuela descendía, como muchos calabreses, de una familia proletaria rural albanesa.)

Por su parte, mis abuelos maternos hablaban la no menos compleja lengua de la pequeña burguesía semi-industrial de la década del 50, con todos su tics y sus afeites. (Mi abuelo materno compraba y vendía sobrantes de acero, y había nacido en Santa Rosa, La Pampa, según la leyenda familiar como hijo legítimo de un vasco que había sido contrabandista en los Pirineos y una india charrúa. Su mujer, mi abuela materna, que todavía vive, es hija de un electricista del Ferrocarril Sarmiento salernitano a quien llegue a conocer y que se parecía enigmáticamente a Samuel Beckett.)

Ser nieto de un soldado calabrés y un vasco pampeano que se dedicaba a comerciar chatarra, no puedo ocultarlo, me llena de una alegría un poco atolondrada, como si en ese cruce, para nada excéntrico, más bien habitual en esta parte del mundo, se confirmara cierta pertenencia irónica y atómica a la argentinidad.

Mi madre es psiconalista lacaneana. Para ella, podemos decirlo, la lengua es parte sintomática de su trabajo y su vida intelectual. Y mi padre hablaba, como arquitecto que era –yo lo vi y lo escuche hacerlo–, unos treinta idiomas diferentes. El arquitecto debe dominar para ejercer su profesión el siempre paranoico idioma del gasista, la cromática lengua del pintor, la rudimentaria filosofía del albañil, la lengua del contratista, la del azulejista, la del plomero, la de carpintero, la del ebanista, y así hasta llegar a la más exigente y compleja, la del comitente, que es como los arquitectos llaman al que encarga la obra. (Existe una anécdota en mi familia sobre los nuevo ricos de los años 90 y sus capacidades diferenciales para discernir “lo simétrico” de “lo asimétrico”, anécdota que demuestra como mi padre realmente hacía su trabajo a partir de un lenguaje lleno de traducciones y equívocos funcionales.)

Y para complicar un poco más las cosas mi padre, que también nació en Cosenza y que nunca se naturalizó ni votó en la Argentina, muchas veces me dijo mientras tomaba mate en la cocina de mi casa: "Yo soy más argentino que vos". Recuerdo la escena de esta manera. Yo leía en la mesa de la cocina los filósofos de la escuela francesa o los rudimentos de la teoría literaria, y él me miraba leer y cebaba un mate en silencio antes de salir. Si hay que buscar la patria en este hiper-engrudo de nacionalidades, melancolía, exilios, dialectos y quehaceres, especie de limo familiar constitutivo que me hace palidecer cuando lo recuerdo, acepto con gusto el desafío. Quizás mi escritura no tenga otra finalidad que esa, saber quién soy, de dónde vengo y cómo eso marca un camino hacia donde me dirijo. Y aquí podría terminar mi respuesta. Sin embargo, mi familia me condiciona pero no termina de definirme. Tengo, con orgullo y pudor al mismo tiempo, mi propia existencia, mi lento recorrido de crítico literario de los arrabales, de aspirante perpetuo a narrador. Permitanme contarles una anécdota que lo ilustra.

En el 2009, me invitaron a realizar una residencia en la universidad de Alcalá de Henares. Fue una experiencia muy intensa vivir un tiempo en la ciudad de Cervantes. Durante la residencia se entregó el “máximo premio de la lengua española” que lleva su nombre. La entrega del premio se completaba con otras actividades enmarcadas en el Festival de la Palabra. A una de esas actividades, una mesa de discusión, fui como “escritor latinoamericano”. Los otros invitados a la mesa eran Andrea Jeftanovic de Chile, Giovanna Rivero de Bolivia y Tryno Maldonado de México. Apenas empezó la mesa rechacé la invitación a hablar de “Latinoamérica”. Latinoamérica no, no me sentía en ese momento en posición de hablar como “autor latinoamericano”. “¿Argentino? ¿Puede hablarnos de Argentina?” me preguntaron. Tampoco. “Porque la Argentina, ustedes lo saben –dije– es un gran rompecabezas con al menos unas seis regiones geográficas delimitadas, cada una de ellas con una idiosincracia bien asentada. En todo caso –ofrecí– puedo hablar de Buenos Aires, no de todo Buenos Aires, porque hay partes de la ciudad que conozco mal, que no me pertenecen del todo, digamos que podría hablar con probidad y con justeza, con claro derecho de pertenencia, sobre la Avenida Rivadavia”. Así que hablé con pasión sobre la literatura que se escribe, la vida que se lleva, las rutinas y los pequeños milagros de la Avenida Rivadavia.

Y aquí me gustaría introducir una cita clásica. Los griegos viajaban por todo el mundo antiguo y se perdieron muchas veces, porque en ese entonces el mundo era muy grande. ¿Cuándo sabían que estaban por llegar a casa? Cuando veían el mar. Para los griegos, el thallasa, el mar, era el camino de vuelta a casa, y por continuidad, la casa misma. Jenofonte en su Anábasis o Expedición de los Diez Mil describe una situación de alegría que siempre me gusta recordar.

La Anábasis o Expedición de los Diez Mil narra la retirada de un grupo de mercenarios griegos que habían ido a pelear bajo las órdenes de Ciro a Persia contra el rey Artajerjes II. A la muerte en combate de Ciro, y el asesinato a traición del oficial griego Clearco, la asamblea del cuerpo mercenario decidió nombrar a Jenofonte como el guía que los llevara de vuelta a territorio griego.

Pensemos en mercenarios y guerreros ya viejos, experimentados, cansados, perdidos en desiertos predregosos que no los asustaban, pero los incomodaban con sed, polvo y hambre. Muchos seguro habían imaginado sus respectivas muertes en el campo de batalla, y el desierto los fastidiaba porque los devolvía a lo menos atractivo de la vida castrense: La marcha forzada, la derrota desapercibida, sin gloria, la pérdida del líder, y en este caso también el que pagaba las cuentas, y lo peor era que estaban en tierras que les resultaban ajenas y desconocidas. Los diez mil griegos estaban perdidos. Por eso no deja de ser impactante la escena en que se reencuentran con el mar. Jenofonte la describe así: “¡El mar! ¡El mar! Y se pasaban la consigna de boca en boca. Entonces empezaron a correr todos, hasta los de retaguardia, y las bestias de carga, y los caballos eran espoleados. Cuando todo el mundo llegó a la cima, inmediatamente se abrazaron unos a otros, incluidos los generales y los capitanes, con lagrimas en los ojos.”

Humilde frente al universal mar de los griegos, en cualquier lugar que yo esté, si Rivadavia está cerca, yo estoy en casa. (Parece poca cosa, pero cuidado, esta certeza me sirvió de consuelo una vez que fui caminando en peregrinación a Luján y en varias borracheras nocturnas de mi adolescencia.)

Retomo. ¿La patria es la lengua?, me pregunta acá Gabriel Sanchez. Respondo entonces que sí, que las patrias son las lenguas, el cruce de todos esos dialectos e idiolectos, el cruce de todas esas fatalidades y alegrías que nos hacen como argentinos o mejor, si me permiten, el cruce de patrias y lenguas que me hacen a mí, Juan Terranova, como argentino. Ustedes se entenderán cada uno, como pueda y a su modo, con sus genealogías y sus fantasmas.

En mi caso, ese es mi thallassa de mercenario cansado, la Avenida Rivadavia, su arquitectura vieja o reciente que hace al eclecticismo porteño, el subte A, las vías del Sarmiento como un doppelgänger de esa avenida. (Una vez le dije a un amigo cordobés que yo había tomado por lo menos un café o una cerveza en todos los bares y cafeterías que hay sobre Rivadavia entre Callao y Primera Junta, a lo que me respondió, con altura, que si esa proeza provinciana no había ocurrido en el lapso de veinticuatro horas, sino diluida en mi ya no tan corta vida, mejor le hablara de otra cosa porque él había tomado un trago en cada uno de los bares de Nueva Córdoba y eso le había llevado apenas una semana, distraído y sin apuro.)

Esa es mi patria, entonces, la avenida Rivadavia. Y mi lengua será la que se hable ahí. Una lengua, órgano fonador, que se desenrolla, empieza, en el centro político y bursátil del país, desde el costado mismo de la Casa Rosada y la Plaza de mayo y atraviesa la ciudad dividiéndola en dos, siendo frontera y perteneciendo tanto al sur como al norte, y así llegando y avanzando sobre la llanura urbanizada, sobre la cuadrícula de los barrios y los suburbios. Rivadavia es fuga hacia el desierto, hacia el oeste que siempre es mítico. Mientras avanza, Rivadavia habilita una lengua moteada de pantallas y de bares, de restaurantes y de ya viejos locutorios y cuevas informáticas donde se alquilan computadoras, edificios donde resisten antiguos reproductores de VHS y eficientes y no tan eficientes conexiones de banda ancha. La imprimen a Rivadavia todos los tipos de la clase media, su lengua es una lengua mil veces tatuada, corregida, ambiciosa y fallada. Pasa por La Perla del Once, por enfrente del mausoleo del primer presidente argentino, donde los pibes de la calle aspiran poxirán, pasa por adelante del Parque Rivadavia donde compré las revistas y los libros de mi infancia y adolescencia y también toca la escuela normal 4 Estanislao Severo Ceballos donde cursé mis trece años de educación elemental, preescolar, primaria y secundaria. La lengua de mi patria se puede apreciar con claridad en el opaco, a veces pringoso, brillo de los cajeros automáticos de los bancos y en las persianas y vidrieras bien atendidas de los negocios que pueblan esa avenida. La lengua de la Avenida Rivadavia viene compuesta por el habla de los precarizados, la de los universitarios románticos que estudian viejos dialectos por el placer de no sentirse solos; es el vocabulario de burócratas, dependientes, abogados, lectores de diarios de papel, docentes, músicos, diletantes, cansinos empleados públicos que todavía recuerdan letras de tangos y escuchan AM, y también el código de adolescentes que se demoran en las áridas y lúgubres plazoletas de Primera Junta. Esa es mi patria, la avenida Rivadavia. Y, como dije, mi lengua será la que se hable ahí, la que, si me permiten, ahora, en este mismo momento, hoy se está hablando ahí.