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Por Juan Terranova. Domingo. Los hombres nunca quisieron imitar a las aves. Nuestros aviones tienen otros modelos mecánicos. Muy lejos de los suaves y plácidos aleteos, de los aterrizajes amables y los despegues silenciosos, el objetivo tecnológico de la raza humana siempre fue volverse insecto. Con los helicópteros es bastante más evidente. Entre los insectos y las aves están las ratas. Con más precisión, las fantasías aéreas de las ratas. (Las ratas, estoy seguro, sufren agudas y dolorosas fantasías aéreas, pero desde luego no las comprenden ni las transmiten. La escena de una rata mirando un murciélago implica una fuerte carga de melancolía para ambos bichos.) Para entender de lo que hablo hay que comprender la fuerza mecánica de los insectos no tiene puntos de contacto con las plumas de las aves. Son entes voladores diferentes.

 

Después, en la parte superior de la escala evolutiva del deseo de los hombres están las bacterias y más arriba, en la cumbre, los virus. El virus viaja de forma todavía más siniestra que el insecto. Aparte, el virus es inmune al virus. Pero el hombre quiere ir más allá todavía. Su objetivo final del hombre es lograr lo que ni el virus logra, esto es, vivir parasitando a un semejante. Lo único que vence al virus es el lenguaje. Por eso el hombre piensa que puede trascender. Pero el lenguaje es indiferente a todo, la gran máquina de regulación de la naturaleza, la herramienta perfecta, la eternidad en continuo. De hecho, si las cucarachas pudieran escribir ya estaríamos todos muertos.

Lunes. Pasé por una librería de viejo en Palermo. Compré Ganso verde (Goose green) de Teniente Coronel Italo A. Piaggi y Sal en las heridas de Vicente Palermo. La diferencia de precios entre usados y nuevos es increíble. Hoy un libro viejo no vale nada, un libro nuevo es un artículo de lujo.

Martes. Murió Bowie. Tenía sesenta y nueve años. Dejó en este mundo canciones que son pequeña catedrales góticas de amor marciano. Qué Dios lo cuide.

Martes, más tarde. Estoy en una estación de servicio pensando en Bowie. Me llaman y me dicen "che, pero el 5 murió Boulez, pensé que sabías." Hace calor. Me descompongo.

Martes, medianoche. Qué agridulce ironía que la muerte te regale tanta música en las redes sociales.

Miércoles. Dentro de poco cumplimos tres años con Revista Paco. No tengo idea cómo duró tanto. Las revistas de este tipo hechas entre amigos por lo general duran un año como mucho. Duran hasta que todos se pelean o se aburren. Nosotros nos peleamos y nos aburrimos, por supuesto, pero seguimos juntos. (La principal necesidad de una banda de rock es esa, mantenerse juntos.) En algún punto Paco es como una familia conectada por Facebook. Quizás no sea más que eso: un grupo de Wasap de una familia disfuncional donde la madre habla de sus amigas del club, el padre habla de política, la hija menor cuenta sus experiencias en la Facultad y un tío pícaro manda fotos de minas en bolas con un cucurucho de helado tapándole los genitales.

Jueves. El verano siempre es demasiado corto.

Viernes. Ayer pasé por un estacionamiento vacío en la provincia de Buenos Aires. Al fondo se veían árboles y edificios. El sol calentaba el pavimento a un nivel nuclear. El cielo azul no tenía una sola nube. Pensé: “Acá sí me vendría de vacaciones.” Una silla plegable, una sombrilla, una mesita, libros, la computadora, una botella de gin, hielo. ¿Qué más? Nada más. Unas excelentes vacaciones lejos de todo, viendo como el aire se deforma por el calor y los autos buscan su lugar. Vacaciones leyendo, con un matamoscas, emborrachándome a la sombra. Pero faltaba algo. ¿Qué? La escena estaba incompleta. Una familia descargaba sus cosas. Una nena tomaba un helado que se derretía en su mano. Un hombre paseaba un perro antes de buscar el próximo aire acondicionado. Y entonces lo supe. Me faltaba el sombrerito que usa Johnny Deep en Pánico y locura en Las Vegas. Ahí sí. Las vacaciones ideales. Porque como dijo Hunter Thompson: “never forget you come from a long line of truth seekers, lovers and warriors.”