DEL BRONCEADOR AL PROTECTOR
Sol o no sol

SOLPor: Adriana Amado. En los setenta era más fácil. Te tirabas en las piedras de Playa Grande untada en Coca Cola, para colorearte, o en Sapolán Ferrini, para freírte, y listo: bronceado marrón Delta o Claromecó a la vuelta de las vacaciones. Pero ahora las abuelas, las mismas que se doraban el cuero con entusiasmo, te advierten que “el sol no es el mismo”. No hace falta ser astrónomo para comprobarlo: una hora al sol, sea playa, pileta o plaza, y la piel adquiere un color remolacha que mete miedo. Y que, cuando menos, obligará al atacado por los rayos ultravioletas asesinos a pasar varios días untado en aloe vera, para ver luego su cuero epidérmico desprenderse en tiritas que harían el festín de Hannibal Lecter. ¡Te avisé que tenías que usar factor 30!

A pesar del riesgo, todos los mediodías los canales muestran panorámicas de playas y piletas atiborradas de veraneantes que desafían el mandato de la autoridad pública de no exponerse al sol entre las 10 y las 16 horas como manda el ANMAT. Restricción que se extiende hasta las 17 hs. para el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, que inaugura playas al mismo tiempo que nos recuerda los “graves daños” que tal práctica puede ocasionarnos a través de folletos y carteles. La advertencia, todos lo vemos, se olvida en el fondo del bolso junto con el frasco de protector solar. Convengamos que, en el mejor de los casos el veraneante enchastrará un poco de la crema protectora en los hombros, un poquito en los brazos y algo por la cara. Los ardores nocturnos le recordarán que no lo hizo bien, especialmente en zonas tan dolorosamente enrojecidas como las orejas, los empeines, o ahí donde empieza el flequillo. O que te cuente un pelado lo que te hace una tarde al lado del río. ¡Viejo, te dije que te pusieras el sombrero!

Parece que de nada sirven las notas y chivos con el detalle de las pantallas solares, el FPS, las aguas termales descongestivas ni las admoniciones de dermatólogos que nos recuerdan que la joda del bronceado puede terminar en cáncer. Si el trágico final de Sandro no alcanzó para disminuir el consumo el cigarrillo, mucho menos puede desalentar de la exposición excesiva al sol la cara apergaminada de Marcela Tinayre. Ni siquiera nos disuade ver a la tía Tina, que cree que cada sesión de terraza a máxima potencia la rejuvenece, pero en realidad la deja hecha una uva pasa llena de manchas y pecas espantosas. ¿Por qué? Porque a pesar de las advertencias apocalípticas, estar bronceado sigue siendo símbolo de algo.

Hace unos siglos la piel curtida delataba el trabajo rudo al aire libre, por lo que la distinción de clase era estar pálido, hasta el blanco tuberculoso si era posible. Pero la revolución industrial metió el obreraje a trabajar día y noche y les asoció el color verdoso de los tubos fluorescentes. El bronceado era cuestión de veraneos burgueses. La conquista sindical de las vacaciones vino acompañada de hoteles baratos ahí mismo donde pasaban el verano los aristócratas, y el bronceado se socializó. Y ni el fin del trabajo, la historia, y según el Partido Obrero, del capitalismo, pueden poner fin al bronceado. Hoy sigue siendo un signo de algo que hay que exhibir, aunque te lleve al quirófano. De posesión de pileta, de pertenencia a un club, de haber podido rajarse unos días aunque más no fuera al balneario Las Brótolas, de tener un rato por las tardes para ir a la plaza o para poder subir a la terraza. Porque el bronceado piquete existe, claro. Pero es otra cosa.

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