Por Adriana Amado - @Lady__AA En la radio, en la tele, en Facebook, en Twitter, en la vida, para los argentinos conversar se convirtió en superponer una voz sobre otra, en contestar un monólogo con otro. Así es que no hace falta escuchar lo que dice el otro para increparlo, ni leer nada de sus argumentos para rebatírselos. Por eso no es nada raro que llamemos “debate electoral” a tres candidatos exponiendo en secuencia una lista de enunciados que les habían apuntado sus asesores para después farfullar torpes respuestas a chicanas que los televidentes ni pescamos. Tan acostumbrados estamos a que la política sea propaganda que al día siguiente los periodistas se preguntaban a qué candidato le había servido el debate sin percatarse de que al único que debería servir la campaña electoral es al votante.
El derroche publicitario infla la vanidad de los candidatos y las arcas de los publicistas, en la misma proporción en que insulta la inteligencia de los ciudadanos. Sin embargo, tanto pesa el narcisismo político que cuando se sancionó la reforma electoral la única forma de comunicación que previó la ley fueron los avisos publicitarios. La oposición se contentó suponiendo que unos minutos en cámara era mejor que nada. Pero apenas estrenada, lo que se vendió como medida igualitaria confirmó la inequidad en que dejaba a los obligados a comunicar sus propuestas en la estrechez de los espacios publicitarios cedidos a la campaña. Que resultaban menesterosos en comparación con los oligarcas del poder que disponen liberalmente de los fondos de sus distritos para imponer su nombre hasta en los semáforos. Sin contar que mientras los partidos chicos malamente afrontan la producción de un aviso modesto, los oficialismos les refriegan en los mismos segundos producciones fílmicas que no bajan del millón de pesos. En este contexto lo único que igualaría la campaña es que los votantes podamos ver a todos los candidatos paraditos en un mismo escenario, respondiendo por qué están tan desesperados por manejar nuestros asuntos los próximos años.
Nada delata más la pobreza de la cultura política argentina de estos años que el hecho de que haya elegido la publicidad al debate como forma institucionalizada de campaña electoral. Y el monólogo al diálogo como comunicación. Hace años que hasta los de un mismo partido se hablan en diferido por la televisión. Hace años que en el congreso llaman debates parlamentarios a una sucesión soporífera de discursos que no escuchan ni los correligionarios del que hace uso de la palabra y que no sirven ni para corregir una coma de la ley que viene sancionada desde la Casa Rosada. Si hasta los programas de entrevistas se convirtieron en soliloquios de los invitados, apenas interrumpidos por el presentador para agradecer a los auspiciantes y leer sus comisiones. No es rato que hayamos aceptado llamar libertad “de expresión” a lo que no es más que impunidad para insultar o injuriar a otro, y que esto cuente con patrocinio estatal.
Así es que en la Argentina alcanza con articular sujeto y predicado para obtener el título de gran orador aunque titubeen como infantes cuando otros infantes los interrogan. De hecho, ni siquiera es condición para ser candidato saber expresarse en público como confirman varios que accedieron a cargos de responsabilidad sin haber intercambiado una palabra con nadie. Tan irrelevante se ha vuelto la claridad de expresión que ni siquiera se le exige al moderador del debate televisivo, que acepta resignado su papel de anfitrión decorativo, al que ni escuchan cuando anuncia que se terminó el tiempo estipulado.
La semana pasada el colectivo #Argentinadebate convocó a protagonistas de los debates que hace décadas mantienen las democracias de Perú, Brasil, Chile y Estados Unidos. En esas jornadas, los que queremos escuchar algo más que eslóganes durante la campaña pedíamos ansiosos argumentos para convencer que ya era hora de debatir después de treinta años de democracia publicitaria. Uno de los participantes nos demostró qué tan invertido tenemos el razonamiento cívico. Con claridad republicana respondió que eran los que no quieren debatir los que deberían dar sus razones y explicar por qué se enmascaran en avisos publicitarios, por qué temen al diálogo con sus pares, por qué están tan convencidos de que si hablan en espacios sin guion van a perder votos. En todo caso, que permitamos que tales individuos aspiren a administrar nuestra vida por cuatro años con opción a reelección, confirma cuánto nos provocamos los males de los que después, con regodeo, nos quejamos.