UNA "MAMÁ CORA" PARA CADA DÉCADA 
El arte del retrato

Mamá CoraLa vieja de GasallaPor: Julián Gorodischer. Mamá Cora se convirtió en un personaje mutable, complejo, que se va encarnando en cada nueva generación que envejece, desde el estreno de Esperando la carroza (1985) hasta la fecha. Como arquetipo logrado, redefine el concepto mediático de "ser viejo". En el origen era bucólica, extraviada; su singularidad era estar atontada en medio de los monstruos crispados; seguramente fue la pincelada más sutil, al menos la más recordada, de la comedia de Alejandro Doria. Ahora se la ve maldita, precisa para tirar a donde le duele a la diva, Susana. Gasalla le cambia el signo a su vieja, la moldea para que no pierda nunca su carácter masivo; troca el autismo de la original por la conectividad total. Atrás quedó la morosidad anestesiada de la otra vieja.

La nueva está completamente farandulizada, pero no es cholula: por contraste con la abuela de la película, dominada por su clan, ahora domina vida y obra de las divas. Su antecesora estaba más allá del bien y del mal, Cora II aporta un vínculo apasionado con las "estrellas", fuerza el equívoco de la "rubia tarada", insiste sobre el punto que la otra no quiere tocar, mete el dedo en su llaga (su error de la semana) hasta hacerla pedir perdón, menos condescendiente que otros raccontos de "las perlas de Susana" para compilar sus gaffes.

La nueva Cora está hiper erotizada, algo que en su precursora aparecía sólo como una insinuación esporádica. Invitada al piso junto a Moria Casán (la semana pasada), redirecciona cada charla hacia el tema de los vibradores (modelos, tamaños y usos); pregunta sobre posiciones y frecuencia del coito, pide detalles a las divas sobre su lubricación.

La otra Cora nació como un testimonio del barrio. Era la representante de los chismes de pequeña escala, de los prejuicios sobre la divorciada -siempre "una prostituta"- o el hombre golpeador calificado como "un marido que se pone los pantalones". En Esperando la carroza, el chisme todavía tenía escala humana; su límite era la cuadra, con mucha suerte la manzana. Escuchar y ver a Cora significaba encontrarse con un cronista del suburbio, con la fuerza que da la primera persona realista, la palabra del que lo vivió. La vieja, que era un testimonio de muchas individualidades por separado, ahora se hizo tan colectiva como las nuevas imágenes de los públicos, no seres singulares sino "rating" o "encendido".

La vieja es atravesada por la locura informativa sobre farándula. Sus nuevos rasgos (control detallado sobre vida de famosos y duelos mediáticos, posición tomada sobre quién debería ganar el "Bailando…", inmensidad de data sobre quién sale con quién, sobre qué pasa en bambalinas del programa de Tinelli, resentimiento al hablar de cachets, cuyo monto maneja figura por figura) dan cuenta de la transformación vivida.

El chisme de consorcio corresponde a la vida de las "estrellas" que se casan, cuernean y litigan por la tele. En un formato de sketch más tradicional Susana debería entrevistar a Mamá Cora, como "ciudadana común", pero en el diván blanco charlan de igual a igual como doñas comadronas y famosas (todo junto), sacándole el cuero a la Tota y a Fernanda Vives como si hablaran de la viuda del 4° B.

El arte del retrato televisivo se plasma con precisión literaria. Sensible a su tiempo, capaz de modificar a su criatura para que sea cada década una nueva (bajo la misma piel), Gasalla construye a una vieja sin clan. No hay referencias a hijas, sobrinas o nietos, como antaño. La referencia mediática reemplaza al carácter barrial. Los límites del territorio pierden escala urbana. El foco de la vieja no es lo que haga la de al lado. Sin darnos demasiada cuenta fueron ampliándose los límites del barrio. El barrio, nos dice mamá Cora, queda en la tele.

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