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Elogio de Sebastián Wainraich |
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Frente al panorama de lo dado, Wainraich retrocede al patio de atrás, donde habilita la conducción mixta (una revolución) y hablar de fobias y de timidez; se reivindica un nene de mamá, subordinado a las tradiciones masculinas débiles con epicentro en Woody Allen.
La complicación es filtrar sorpresa u originalidad en formatos fijos, repetidos año tras año, llámese programa de panel o magazine radial con secciones fijas y llamados; pero en ese contexto antiguo él introduce lo íntimo. En las charlas de entrecasa con Julieta Pink se accede al mundo de los de 30: el primer hijo, la mudanza a un departamento apenas más grande, la vida en pareja, con la cualidad de no hacer ingresar ni una pizca de melancolía, pura celebración de la vida sin emociones fuertes, relocalización de la felicidad ya no en las pistas sino en el living frente a una maratón de capítulos viejos de Six feet under, ni Lost ni 24, porque Wainraich manifiesta desconfianza ante lo nuevo; prefiere dejar decantar a las historias que luego le interesarán para que duren; reconoce su fanatismo cuando la serie no se emite más. La condición de volver atractivo al perdedor es hacerlo nadar contra corriente, evitar los movimientos de masa, detectar allí una fortaleza y exhibirla entre las pocas que se tienen; hacer algún tipo de afirmación, aún por su negativa.
Sus temas son los clásicos del humor judío, que suenan nuevos (y se trasladan al escenario del monólogo stand up) por la renovación generacional que Wainraich involucra. La dificultad para insertarse en el canon de familia, la madre que lo ahoga con reclamos y cuidados especiales –llegando a los 40-, el sexo con la misma mujer que se le convirtió en rutina, la celebración del Pesaj que lo emociona, la circuncisión del primer hijo (por si llega), la fidelidad, la amistad de toda la vida, intensidad, profundidad, larga duración: hecho inusual en el territorio de la verba desaforada. Suena algo verdadero.
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