Por Adriana Amado - @Lady__AA Hubo una época en que la tele enseñaba a cocinar manjares que no solían prepararse en las casas. Por los años setenta, Julia Child enseñaba a la amas de casas estadounidenses los secretos de la cocina francesa y doña Petrona mostraba a las argentinas cómo hacer un banquete en cualquier cocina suburbana. En los noventa la cocina televisada dejó de ser una cosa de mujeres: aparecieron los cocineros para convocar a los señores con pretensión de chef de entrecasa. Por estos años, en que el furor lo hacen los amateurs de “Master Chef”, los cocineros profesionales bajaron sus ínfulas y ahora enseñan a cocinar huevos duros por TV.
En esa línea en las tardes del 13 se encuentra gente con el Edipo mal resuelto que grita “Mi mamá cocina mejor que la tuya”. Quedan para el cable esos programas que hacen exquisiteces en siete minutos con la magia del “acá-tenemos-el-paso-adelantado” que sacan de debajo de la mesada para acelerar los tiempos y lograr la perfección en instantes. Los participantes del programa de Julián Weich comprueban que el tiempo real es devastador. El arroz no se cocina, el pollo queda crudo, los vegetales se achicharran y no hay “mamá-en-pánico” (como se llama el ingreso de la progenitora a la cocina) que salve los estragos que hacen las hornallas.
Ni qué decir el desparramo de cáscaras de zanahoria que quedan en la mesada mientras el pobre retoño acata órdenes maternas con una incomodidad que no disimula el humo de los sofritos. Mientras doña Petrona tenía una Juanita solícita que retiraba los cuencos y repasaba la mesada, la auxiliar del programa de Julián Weich solo auxilia cuando se apagan las hornallas (la cocina es demasiado sofisticada para lo que conocemos en el barrio).
La madre argentina al palo da órdenes sin descanso, todo el tiempo pone en dudas las habilidades de su vástago y critica descarnadamente la sazón o el punto de la carne. Hermosa metáfora del matriarcado nacional. Por si fuera poco elocuente, cuando está todo servido aparece el hombre de la casa (Pietro Sorba), esgrimiendo los cubiertos como lanzas, para consagrar al elegido que, después de tantos afanes, se agenciará unos módicos dos mil pesos y el derecho a volver a intentarlo. Todo una síntesis de la esclavitud culinaria cotidiana.
Mientras la pareja edípica lleva a la tele su menú de fiesta para que un juez profesional le bendiga la creación, en el otro programa del género, “Cocineros Argentinos”, chefs profesionales intentan convencernos de que su especialidad mejor son las tortas fritas y el pan relleno. Los dos programas buscan dar vuelo gourmet a platos corrientes. Pero ¿quién querría ver cómo fríen papas en televisión? ¿Cuánta cebolla tenemos que ver picar en cámara? ¿Cuántos secretos guarda una milanesa?
Para diferenciarse de los clásicos programas del Gourmet, sobreactúan desprolijidades e informalidad. Por eso, como reality shows, les falta espontaneidad. O peor, les sobra espontaneidad fingida. Los dos programas también se pasan de gritos y agite que dejan al televidente en un estado de inquietud permanente con tanta gente que va, viene, grita, en un movimiento continuo agotador. Al revés de la cadencia somnífera de los canales de cocina (función nada despreciable, hay que decirlo, especialmente al final del día), los cocineros de la televisión abierta siguen claramente el modelo de Maru Botana, pionera de la cocina en patines y la promoción de la familia numerosa y la culinaria argentinas.
Como todo en la tele, el entretenimiento termina ganándole a la didáctica y los papelones en directo resultan más atractivos que ese derroche de consejos que nadie pide o recetas que difícilmente repliquemos en casa. “Cocineros argentinos” es abierto cultor del Food-porn, género que alimenta los deseos reprimidos de comilonas prohibidas. En horario de protección al menor y en una tevé pública que pretende incluir a todas las clases sociales, exhibe sin pudor escenas de fritura explícita e imágenes pornográficas de panes turgentes, vicios de dulce de leche y descontrol de carbohidratos sin censura. En el sentido contrario a la educación para la salud, el programa de la tevé pública es un templo de la perdición gastronómica que reivindica alzando una copa de vino del auspiciante a cualquier hora. El concurso del Trece derrocha cada día, y por partida doble, el menú que la familia argentina solo prepara en fiestas y días de guardar. Porque para eso está la televisión. Si afuera hay miseria, que no se note.