Crónicas + Desinformadas

Una semana atrás, junto con el aniversario de diez años de su muerte, salieron notas aquí allá y en todas partes de ese paladín juvenil que fue Rubén Peucelle, una de las estrellas de Titanes en el Ring. Los perfiles abundaban en detalles de la vida bohemia del “Ancho”: su timidez, su falta de ambición, y por último, su eterna bohemia que lo llevó a partir en una casilla de la costa de Vicente López, donde había decidido vivir, pese a otras alternativas más cómodas.

Entre tanto bombardeo de aumentos y recortes cual motosierra en sentido contrario, los medios aportaron una información colorida que bien puede ser una salida a toda crisis, a toda queja, a toda protesta social: el boom de las micronaciones. Micronaciones, ha leído bien. Son pequeños estados con un régimen propio de gobierno. Constitución. Símbolos patrios. Y hasta un presidente, o dictador, o sultán o como quiera llamarlo, que se pasea por sus territorios como si fuera Alejandro Magno y, se supone, dirige su territorio con esmero patriótico. Pero claro, ninguna de esas 100 micronaciones regadas por el mundo son legales. Y por más amenaza que haga el sultán, dictador, presidente en cuestión, y por más dorada y elevada que sea su corona, o las medallas de honor que cuelguen de su pecho, a título legal, todo eso es una farsa. Una puesta en escena. Un, en el mejor de los casos, estrategia de marketing con fines de atractivo turístico. Y no más que eso.

Varias veces van donde leo noticias de una despedida desgarradora de un ser querido y mientras leo buscando si al pobre famoso le ha muerto un padre, una pareja hijos o un amigo, descubro que al famoso en cuestión se le ha muerto el perro. Y para serles franco me siento algo defraudado.

No todo en esta vida debería evolucionar. Ni necesita retoque tecnológico, ni photoshop, ni clonación, ni marketing alguno.

Entre los augurios y proyecciones de futuro, entre si colonizaremos Marte, si la inteligencia artificial nos someterá como esclavos, si seremos cada vez más tontos, y si Mirtha Legrand seguirá con sus almuerzos, hay una certeza que cada vez alarma más a los científicos: la humanidad traerá menos hijos al mundo. Por lo tanto, sobre el planeta habrá gente cada vez más vieja.

Que la inflación baja. Que el presidente se reúne con Elon Musk, luego con el fundador de Facebook. Que le dan premios aquí y allá. Y lo aplaude gente que, no suele ser proclive al aplauso.

Hace poco nomás, WhatsApp inauguró la opción para poder, así como uno conversa con sus amigos humanos –o eso dicen ser- también poder charlar con la Inteligencia Artificial. No quiero que suene rústico ni desalmado, ni tampoco quiero que la IA se lo tome como algo personal: pero me gustaría poder seguir conversando con la rama de los seres humanos y también tener trato con otros mamíferos domésticos. Pero con la IA, prefiero no intimidar con ella. Al menos, hasta que nos conozcamos más y entremos en confianza.

Si hay algo que va más rápido que la moda, el dólar blue y la suerte de los técnicos de fútbol en Argentina, son las recomendaciones de lo que debemos y no debemos comer. Que tal alimento es bueno para la memoria. Que tal otro es bueno para envejecer feliz. Que tal legumbre tiene tanta energía que no hace falta  nada más. Esto es bueno para los intestinos. Este para la vesícula. Aquello para los pulmones. Para la piel. Para la vista. Hoy en día, parece que cada alimento  tiene un órgano que lo sponsorea. Sin embargo, los nutricionistas son gente de lo más bipolar que existe: un día es una cosa y otra día es otra.

Llama la atención que en el frustrado atentado contra Donald Trump, lo que ha salido más perjudicado ha sido su oreja. Ha dado la vuelta al mundo la imagen de su oreja goteando rojo, mientras los custodios buscaban cercar al ex presidente y un francotirador abatía al agresor.

Desde hace tiempo, yo era de los que decían que el frío, el verdadero frío, era el de antes. “Antes”, exclamaba a los cuatro vientos, “para ir al colegio, me ponía bufanda, camiseta, chaleco de piel, guantes y mi mamá también me obligaba a llevar un segundo pantalón largo y aún así te morías de frío”. Eso decía yo, y eso que pasé infancia en CABA, cuando nadie le decía CABA. Pero el frío era frío de verdad. Frío que te dolían en las manos, la cara, y que no te daban ganas de hacer nada más que poner el trasero junto a la estufa. Frío que te salía humito por la boca y hasta por la nariz y otros orificios que, mejor, no les cuento.