Crónicas + Desinformadas

Fue, tal vez, uno de mis primeros ídolos de carne y hueso –los otros habían sido He Man y otros superhéroes-. Raúl Portal, que acaba de fallecer a los 81, era todo lo que yo quería ser a mis 12 años: gracioso, loco, impredecible, payaso y, por si fuera poco, tenía un mono. De chico, me consumía todos sus programas cual heroinómano: desde Los juegos del terror al hitazo de Notidormi, el primer programa humorístico de medianoche, y hasta lo seguía en Radio Continental.

Es alarmante el informe televisivo que puso en jaque un grupo de delincuentes, en La Matanza, que se hacían pasar por policías para cometer toda clase de tropelías. Según expertos, estos no serían los únicos casos, lo cual abre la puerta para sospechar que en todo distrito puede existir un puñado de casos de policías que no son policías. 

Es una tendencia alarmante. Crece, como toda tendencia, y a ritmo de pandemia aún más. Es la inclinación del ser humano por llevarse mejor con los amigos a distancia que los amigos cercanos. Es el boom irrefrenable de la acumulación de amigos en red, y la disminución preocupante de amigos, por así decirlo, de barrio. 

Sandman es, sin dudas, uno de los mejores cómics de la historia. Y no trata de un superhéroe. Trata de un semi dios: Morfeo, el soberano de los sueños. Lo adaptó un crack: Neil Gaiman en los ’80. Y durante mucho tiempo el propio Gaiman dijo que era imposible de filmar. Porque claro: la sinfonía de historias, visitas al infierno, la muerte, el destino, demonios y el paisaje indescifrable del sueño, es algo que, sentía Neil, son imposibles de poner delante de una cámara. Pero parece que el tiempo –y Netflix que todo lo puede- lo convencieron de lo contrario. Y ahora mismo, aún con la pandemia encima, la plataforma tiene Sandman en etapa de producción. 

No sólo de encierro y hastío se alimenta la pandemia, además, sutilmente, por bajo la alfombra, se mete con algo mucho más profundo: nos devalúa. Y no se trata aquí de la devaluación obvia del peso, visible, palpable y fácil de comprobar. La devaluación más brava sucede en todo lo que nos rodea. El mundo, en tren de no perder vigencia, se empequeñece, se rebaja, se diluye.

“Me agarré covid porque me junté a jugar con tres amigos al TEG”. Esto me dijo un alumno a la distancia, dolido y compungido. Días más tarde, de salida por mi pueblo, se vio una escena que era caldo de cultivo para más historias como la de este alumno: gente en las plazas, barbijo fuera, compartiendo bombilla del mate como si fuera un eterno viva la pepa, una primavera for ever. Si el virus fuera un ser pensante, estaría feliz de tanta clientela dispuesta a consumirlo con tanta entrega. 

Días atrás, un colega amigo me trajo una revista donde salió publicado su último artículo. La revista en cuestión era un semanario dominical de un diario prestigioso de la Argentina. Históricamente, las grandes campañas publicitarias de las marcas de primera línea se hacían en esta revista. Y el papel siempre era laminado, brillante, colores rutilantes.

Antes, sí que había que esperar. Y uno se hacía un sabio de la espera. Un artista de augurar lo que vendrá. Había que esperarlo todo y sumido en la incertidumbre del vaya a saber uno si llegará. 

Aún peor escenario que la postergación de la vacuna contra el covid, es esta sensación vacía, urgente y apesadumbrada de que, vaya uno a saber, pero tal vez de este sacudón no hemos aprendido nada. 

Aquellos que leen los significados ocultos en los hechos cotidianos, son los primeros en señalar que la pérdida del olfato, uno de los síntomas distintivos del covid, es sinónimo de algo más. Pero, ¿de qué?