Crónicas + Desinformadas

Más peligroso que amenaza de peste mundial, es el miedo patológico al aburrimiento. La gente, aislada en casa, tiene pánico a esa sensación de sinsabor existencial que es cuando uno se pudre. En un escenario de cuarentena social, lo primero que se ha hecho –antes que disparar protocolos de salud- fue disparar protocolos de entretenimiento: películas gratis, libros gratis, museos virtuales gratis, teatro gratis. No vaya a ser que la gente caiga en la peste bajonera del tedio y se dispare la psicosis social, las bolsas desplomen más de lo que ya se han desplomado, el riesgo país se eleve cual barrilete y demases. 

En tiempos donde todo se cocina afuera, donde las posibilidades, la acción, la espuma de la vida, la creme de la creme, todo sucede de la puerta para allá de casa, que a todos nos manden a una suerte de cuarentena es, para muchos, duro de digerir. Estar recluidos en casa, aún conectados y con luz verde de wi fi, día y noche, contra nuestra voluntad, suena más a condena que a recreo.

Cuando se disparó a nivel global el brote del coronavirus, se dijo que un hombre había anticipado toda la trama: un escritor. Se llama Dean Koontz, un capo de la novela de horror, y, si bien el asunto se tiñó luego de la sombra de una fake news –sus vaticinios no eran tan exactos como se auguraba-, el asunto se convirtió en noticia mundial. ¿Será entonces que para determinar qué peligros nos depara el destino, más que observar estudios de infectólogos o científicos varios, no deberemos leer novelas de sci fi y terror? 

Es asombroso cómo aún hay gente que cree que lo mejor de lo mejor en poesía femenina, o cuando en tertulia literaria hay que mencionar nombres sobre la mesa como quien coloca barajas, siempre aparezcan dos y siempre dos: Alejandra Pizarnik y la eterna Alfonsina Storni. A veces, los susodichos no alcanzan a recordar ningún poema en particular pero insisten en la influencia de las dos –tal vez por sus dos muertes tan tremendamente románticas-, tal vez producto de leer y releer suplementos literarios donde avalan la elección, en el trono de la poesía argentina con polleras.

Nunca supe quién me enseñó a jugar al truco, ese juego de barajas donde, el que mejor miente, es el que gana. Lo que sí sé es que en mi familia, y en la familia de otros amigos, una de las primeras cosas que nos enseñaban a jugar era al truco. Participábamos de torneos playeros aún antes de saber qué catzo era una raíz cuadrada. 

Ni pomo. Ni murga. Ni fascinación por la carroza. Ni hechizo por las lentejuelas. Nada de nada. El carnaval no me gusta, nunca me gustó y cada vez que se acerca la fecha, siempre dedico unas líneas a sentar posición sobre este fenómeno que crece a velocidad imparable y que, en Latinoamérica al menos, debió circunscribirse sólo a Río de Janeiro.

Ya no es del DT Marcelo Bielsa analizando al detalle obsesivo y transpirado las jugadas de delanteros buscando su nueva adquisición. O el legendario Bilardo, con pilas y más pilas de VHS a fin de estudiar de cerca puntos flojos y fortalezas del equipo rival. Todo eso, tecnología mediante, es cosa del pasado. Ahora hasta los equipos de fútbol usan una herramienta high tech: el big data. 

Tomar un remedio no es sólo una cura. Tiene, como todo el mundo sabe, sus efectos colaterales. Los coletazos físicos, es cosa sabida, basta con verlos detallados en la letra chica del prospecto. Ahora bien, el alcance psicológico de esos efectos colaterales, parece, gracias a recientes descubrimientos, mucho más profundo de lo que imaginamos.

Se evitarían infinidad de problemas si la gente no bebiera. Y si los adolescentes no bebieran más aún. La gente tomaría decisiones con lucidez, con voluntad, con conciencia. Los boliches abrirían y cerrarían más temprano porque, sin alcohol, la gente tan tarde se quedaría dormida.  

Los dos, de algún modo, estuvieron involucrados con el arrojo de seres que caen del cielo. A uno, de hecho, lo condenaron por esto a 1.084 años de prisión. Al otro, le llegó la condena social que, a veces, es peor.